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Hablar de la Virgen dormida podría remitir a un relato de Yanusari Kawabata, al hilo también del realismo mágico de García Márquez o de lo “real maravilloso”, como matizaba Alejo Carpentier. Creo con pesar que, como opiáceo literario, el realismo mágico ha envejecido mal. A Macondo y alrededores ha llegado también el cambio climático. Pero esto es otra historia.
El 15 de agosto recuerda a creyentes, olvidadizos y pasotas el fabuloso relato del fin de los días de la Virgen María en la tierra. Para el orbe católico la Asunción de María es dogma de fe y se remonta a los testimonios apócrifos de los siglos IV y V (entre ellos Lucio y San Juan evangelista). Poco antes de expirar, tal vez en Éfeso o en Jerusalén, los ángeles llevaron la incorrupta carne de María a los cielos para que entrara en el vergel de la vida eterna. Es el instante del Tránsito, tan murillesco y de El Greco, lo que da nombre a ciertas advocaciones marianas, como algunas que hoy se veneran y donde la Virgen se muestra en insólita actitud yacente.
Todos los años me gusta recordar el matiz que las iglesias ortodoxas establecen respecto a la Asunción. Los ortodoxos hablan más de la dormición de la Virgen porque consideran que María fue dormida milagrosamente para despertar después en el cielo. Este pasaje lo vemos pintado en iconos y frescos bizantinos, lo que nos hace acudir a lugares donde hemos estado o aquellos otros a los que nos gustaría ir algún día improbable (monasterios de la Bucovina, Kosovo, los Montes Troodos, la peña de Mystras en el Taigeto). Tenía razón Borges en que la Teología es otra bifurcación de la literatura fantástica. María del Tránsito o María de la Dormición son nombres de ese realismo mágico cuyo aprecio nos gustaría recuperar siquiera hoy.
Sea como sea, el de la Virgen asunta al cielo es el gran día de la fiesta cañí. España rebulle en pleno verano. Muchísimos españoles regresan a la arcadia de sus poblachones de origen para celebrar las fiestas. La España vacía abandona su ser inarticulado y vibra entre procesiones, charangas, pregones, comilonas, bebercios y peñas con amigos. No faltan las orquestas con nombres de fantasía que recorren el país con sus tráilers y su asombroso aparataje técnico y humano. Habla Michael Read en su libro España del peculiar amor al terruño que prodigan los españoles, algo que asombra a los extranjeros. Es otra suerte de nacionalismo, en clave grata, que tendría que ver más con “el narcisismo de las pequeñas diferencias” del que habló Freud. Al amparo de la Virgen dormida España toda se divierte. Disfruten del festolín.
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