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Cuando la miopía aún crecía y los zapatos tenían un mero año de perfecto ajuste, o sea, no apretaban o, si eran nuevos, tenían algún número de más, creo que todo lo que había leído de Vargas Llosa –que no es poca cosa— es La ciudad y los perros (1963). Después leí varias novelas suyas más. Recuerdo que compré, calentita la tinta y níveas las costuras, La fiesta del Chivo (2000) en un aeropuerto, camino de Praga con dos escalas, adonde me dirigía a pasar unos días con mi compañero de viajes y de casi todo, el pintor Pablo Lanuza. Entre los aeropuertos, los aviones y la noche entera en un hotelito cuyo nombre era El Pavo, me zampé la historia de Úrsula, Rafael Leónidas Trujillo y otros personajes satelitales de la monumental obra. Todavía no había móviles ni internet, o yo no los trabajaba, de forma que leía mucho más que ahora; los que leían entonces no éramos tan pocos, y leíamos bastante (en casas de familia, el Círculo de Lectores ayudaba a ello). El Nobel peruano dice –ya, dijo– que nunca antes había leído y escrito tanto como en la escuela militar a la que su padre lo mandó dos cursos en secundaria. Precisamente en La ciudad y los perros narra aquella experiencia de férrea disciplina.
Anteayer murió el escritor a quien tantos debemos tanto viaje astral por planetas desconocidos, cuyo estilo realista no paró de asombrar, experimentar y verse renovado en estilo y temática. Recuerdo que en El Chivo se permitía colocar una coma detrás de “Pero” cuando la conjunción adversativa –el pero, vaya—iba detrás de un punto, o sea, en mayúscula. Siempre cuento esto, cada vez que puedo: “todos tenemos una ventanita al norte a la que nos asomamos”, decía mi madre. En este caso, una trivial ventanita de cariño, más que de frío. Aunque nada es tan frío como la muerte, y hoy, y agradecido y apenado diré una oración a Jorge Mario, a quienes tantos debemos tanto, desde un templito ortodoxo, porque católicos no conozco aquí donde me hallo; y probablemente el gran vividor y enorme creador que fue el escritor preferiría un día encerrado en una biblioteca de Londres más que mil millones de plegarias de admiradores ignotos. Las mentes filiales y militantes dicen que era tal o cual cosa política, un neoliberal despreciable y un depravado que tuvo amores con una prima y una tía... ¿dónde está el mal en el amor? ¿O es sólo en el ajeno? Gracias, Varguitas. Así lo llamaba Julia Urquidi, con quien estuvo casado diez años. Antes de su mujer, fue su tía. También así lo llamaban sus hijos, desde que Urquidi publicó Lo que Varguitas no dijo. Huérfanos te quedamos, Varguitas; nos queda tu palabra.
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