Marco Antonio Velo
En la prematura muerte del jerezano Lucas Lorente (I)
¡Oh, Fabio!
Una de las aznaradas más extravagantes que vieron lo tiempos fue aquella de reivindicar a Azaña como inspiración de la derecha española moderna. Don José María, pese a esa caricatura que la izquierda hizo de él, no sólo fue un buen político, sino también un hombre culto que gustaba de comer con poetas y tenía una idea del Estado y la nación de la que hoy no queda ni rastro en la Moncloa. Sin embargo, aquella Operación Azaña fue forzar demasiado las cosas, y así le fue. No porque el que fuese presidente de la II República no tuviese aspectos reivindicables, sino porque era del todo imposible conectar su alma anticlerical, masona y jacobina con el macizo de una derecha española que sigue siendo profundamente católica, pese a usar el condón y no ir a misa los domingos. La incomprensión de este fenómeno ha provocado y sigue provocando muchas equivocaciones y frustraciones en la historia contemporánea de España. De eso nos podría hablar durante horas el alma en pena de don Manuel.
Azaña vuelve a estar de moda en la prensa al cumplirse ochenta años de su muerte, pero ya no es reivindicado por ningún partido. No lo hace la derecha, que como decíamos no puede sentir como propio a un político que soñó una España sin procesiones, pero tampoco una izquierda que, aunque le puso altares durante la Transición, hoy ve con desconfianza su patriotismo mesetario y su estilo ateneísta y pequeño burgués. A la siniestra actual le van más figuras como Largo Caballero, el llamado Lenin español, uno de los muchos culpables que tuvo nuestra Guerra Civil (incluso intentó adelantarla) y al que por fin le han retirado la calle que incomprensiblemente tenía en Madrid.
Sobre los aciertos y errores de Azaña se ha escrito mucho y bien en los últimos años. Al final, como nos recordaba recientemente en estas páginas Manuel Gregorio González, todo lo redime aquel discurso del 18 de julio de 1938 en el que pedía a los españoles "paz, piedad y perdón". Dos años antes, en la cárcel de Alicante, uno de sus enemigos políticos, José Antonio Primo de Rivera, en las horas previas a su fusilamiento, escribía su estremecedor testamento: "Ojalá fuera la mía la última sangre española que se vertiera en discordias civiles. Ojalá encontrara ya la paz el pueblo español, tan rico en buenas calidades entrañables". Siempre hubo dos Españas: la decente y la miserable.
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