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El mundo de ayer
El jurista Henry Cockburn contaba que, cuando asistía a las conferencias que impartía Dugald Stewart, una de las luminarias de la Escocia moderna, se daba cuenta de que él (Henry) tenía un alma.
¿Qué es tener un alma? ¿Cómo se da uno cuenta de eso? Cockburn añadía que, al escuchar a Stewart, era como si el cielo se abriera. Algo en Cockburn ardía con un fuego bajo, un calorcillo amable que habitaba en sus venas. Tener un alma, saberlo, es quizás sentir que todo está bien, confiar en el mundo aunque no podamos entenderlo todo.
Entenderlo todo: ese es el norte de mi alma. Una vez decidí describir una mesa con mucho detalle. Hablaba de la mesa, pero también de sus partes y componentes, del lugar que ocupaba (junto a una ventana en una cocina en Berlín), de su color y su textura. Pude llenar unos cuantos párrafos. Si hubiera sido un experto en mesas, un ebanista o carpintero, habría escrito mucho más. Los ojos se me habrían llenado de diseños, de árboles, de productos químicos, de fábricas produciendo tornillos, de operarios o máquinas que alisan tablones y ensamblan piezas.
Si yo pudiera vivir varias veces, y pudiera dedicar esas vidas sólo a estudiar y aprender, primero intentaría entender todas las partes de todas las artes, de todas las disciplinas e intereses. Saber los nombres de las personas y de los lugares, los recuerdos, los lenguajes, las canciones, las leyes de la naturaleza, las recetas, las fórmulas, los planos, los resultados, la historia y las historias, los mapas del mundo y del cuerpo.
Después, con todas las piezas extendidas en mi cabeza, ahondaría en todas ellas. Entendería las relaciones entre las partes, conectaría los acontecimientos, leería a todos los filósofos, escucharía toda la música, viajaría mucho. Y con todo ese aprendizaje, volvería a nacer y a olvidar lo que no me sirvió entonces.
Sé que olvidaría casi todo. Mi memoria sería una casa limpia y ordenada, un hogar que acogiese el mundo. Hablaría con todos, sabría ver en cada persona su verdad, entendería al loco y al enfermo. Estaría callado casi todo el tiempo. Me llenaría de palabras, descubriría todo lo que nace cada día en el mundo: nuevas ideas, nuevas causas, nuevas esperanzas.
Y tendría que empezar de nuevo. Y tendría que vivirlo de nuevo todo. Una y otra vez. Y entendería que nuestro norte nunca se puede o se debe alcanzar, y que tal vez lo mejor sea no desear nada, abrirse la piel para desaparecer en el mundo, para llenarse con su luz y con su música, y que en nuestra boca vivan todos los pájaros, todos los sueños, todas las voces.
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