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El orgullo nacional se nutre de los triunfos deportivos. Acabó lo de marchar felices a la guerra entre vítores del paisanaje y llantos de las novias. El campo de batalla son los estadios. Lo vivimos como una sublimación bélica y un modo de vengar viejas afrentas. Ahí están el “Gibraltar español” de la Eurocopa o esa sensación de revivir el Dos de Mayo cada vez que Indurain ganaba el Tour en los Campos Elíseos o Rafa Nadal se coronaba como rey del Roland Garros. También nos debería enorgullecer que un compatriota sea reconocido por su trabajo científico o su excelencia artística. Hace demasiado que ningún español gana un Nobel ni otras reputadas distinciones, aunque menos populares, como el Pritzker de arquitectura. Pero no ocurre igual, ni se levantan idénticas pasiones con aquellos galardones que recompensan la labor artística.
Lo acabamos de comprobar con Pedro Almodóvar tras ganar el prestigiosísimo León de Oro de Venecia. Ha surgido la España de boina atornillada, valores eternos y sacristía alcanforada al igual que en otras ocasiones – como en esa última moda de cancelar a Picasso por machista– lo hace la España ultrafeminista y ecoprogresista de finísima piel, último rescoldo de la vieja gauche divine. Unos y otros, esta vez han sido los ofendiditos de la derecha, desprecian públicamente la obra por la ideología del artista, su comportamiento social o familiar, sus opiniones –como si no tuviera derecho a expresarlas– o sus preferencias políticas. Lo que demuestra una apertura de miras de rendija y visillo.
Artista y obra son diferentes. Nadie piensa siempre igual, porque quien nunca cambia de opinión, sencillamente no ha pensado jamás. Toda obra de arte lleva en sí la intención de propagar el ideario vital del autor, sea mediante crítica, alabanza o denigración de la realidad o mostrando su ideal. Almodóvar es un genio del cine. Un artista que ha logrado crear un universo propio que funciona a la perfección sobre unos resortes personalísimos y que consigue que con ver una escena, sepamos que él es el autor de la película. Es capaz de trasladar al espectador una imagen límpida de lo más tortuoso del alma humana desde una visión del mundo en absoluto artificial. Y es así, porque crece artísticamente volviendo la mirada a su interior más atávico y sincero; su madre, su familia, su pueblo… jugando con la vida, la memoria y el sentimiento. Almodóvar es un Lorca manchego y, como españoles, debería llenarnos de orgullo que su trabajo sea reconocido internacionalmente.
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