Alberto Núñez Seoane

De la amistad -y II-

Tierra de nadie

08 de julio 2024 - 02:04

Y si tenemos la oportunidad, damos con la persona, y topamos con el azar, seremos de los privilegiados en poder disfrutar de la amistad. Tendremos luego que velar por ella, dar lo que no hemos de esperar recibir, sacrificar lo que haya menester por mantener algo, de lo poco, que el dinero no puede comprar.

El amigo se elige, no vienen en correo certificado desde ese remite, que es la sangre, capaz de colocarnos cerca, a lo peor, de quien nos quiere poco, mal nos quiere, o ni siquiera nos llega a querer: la familia. Es cierto, decíamos el pasado lunes, para que amistad pueda haber, que también hemos de ser queridos, no basta con querer; por lo que es forzosa que la elección sea recíproca.

Como todo en la humana vida, en especial si hablamos de lo que realmente importa, que raras veces coincide con lo que nos “importa”, hemos de recorrer un camino que no es fácil y aun así nos empeñamos en convertirlo en más arduo de lo que ya es. Si llegar cuesta, permanecer agota. Y es que hacemos costumbre de la necedad: en lugar de remar en la misma dirección, a la que todos queremos llegar, lo hacemos en la contraria. En vez de colaborar con el vecino, ayudar a quien nos ayudó, o aunque así no lo hubiese hecho, celebrar unidos la alegría por lo juntos conseguido; hacemos de nuestra capa un sayo, mirándonos el ombligo y, muy a menudo, olvidando lo que nadie, que por leal se tenga, puede borrar de su memoria: el ser agradecido.

Muchos, que se dicen leales, no lo son a ti, lo son a la necesidad que tienen de ti, a lo que de ti puedan, en favor de su propio interés, conseguir; cuando sus necesidades cambian, o nada pueden ya lograr de ti, su “lealtad” se esfuma. Son esa interminable recua de “amigos” que no son amigos, no pueden serlo, ni de ti ni de nadie, no es culpa tuya, está en la condición de ellos. Por eso es trascendente, para nuestro bienestar espiritual, andar con pies de plomo cuando a la amistad nos vamos a entregar, los daños pueden ser irreparables: “si haces una lista de amigos, hazla con lápiz. Más adelante el tiempo te dirá por qué”, dijo, con acierto, alguien.

El sabio refranero, al que es bueno consultar con mucha más asiduidad de la que lo hacemos, ya nos advierte: “amigo que no vale y navaja que no corta, si se pierden poco importa”. Y es que poco hay en nuestro mundo que te pueda hacer más daño que un falso amigo. Es por ello que, cuando de la amistad se trata, el sentido común es buen consejero, la prudencia imprescindible. Ya lo decía Sócrates, el gran filósofo maestro, nada menos, de Platón y Aristóteles: “Anda despacio cuando escojas a tus amigos, pero cuando los tengas, mantente firme y constante”.

La traición, incompatible y enemiga de la amistad, duele más cuanto mayor es la confianza en el traidor. El amigo tiene toda la nuestra, no sería amigo si así no fuera, su mayor ingratitud posible, la felonía, convierte nuestra peor pesadilla en feroz realidad. No era amigo, está claro, no hubiese hecho lo que hizo, y no valen excusas, de haberlo sido, pero por tal lo tuvimos y así lo quisimos. Quien no da el valor que tiene a lo que más alto valor ostenta, no vale lo que tiene, tiene lo que nada vale.

Y lastima porque no vivimos para la vigilancia perpetua, el continuo mirar de reojo, la inquietante y perenne sospecha o la permanente frustración de la esperanza, esto no es vida: vivimos parar vivir. Sin embargo, si nos dejamos llevar por la corriente “que nos lleva” -aceptemos la conveniente redundancia-, caeremos en ese sin vivir que nos ciega. Es inevitable que la corriente nos lleve, es una de las leyes de la vida: “todo fluye, nada queda”, “panta rei”; pero nada impide que seamos nosotros los que decidamos el “cómo” nos lleva, porque no es lo mismo ser arrastrado a trompicones, que nadar con placidez en la corriente que, con nosotros, se mueve.

De falsos amigos está el mundo lleno, hay tantos que si volasen no veríamos nunca el sol. El “amigo” de todos no es amigo de nadie -lo escribió, sin las comillas, Aristóteles-, presume de lo que ignora, y si lo conociese no estaría a su corto y mediocre alcance. No es la amistad asunto que se venda al peso, ni objeto de mercaderías o intercambios ni tampoco de groseras compensaciones; anda, ella, por “los altos andamios de las flores”, lloraba Miguel Hernández a la muerte del amigo, alturas, éstas, inaccesibles a la enfermiza ambición, imposibles a la soberbia, rasposa y corrosiva, absurdas cuando es la vulgar vanidad la que se impone.

No está hecha la excelencia para -vamos a ser prudentes- los pobres de espíritu. La indigencia espiritual, una de las peores aflicciones que pueda padecer el ser humano, se cierne sobre los pobres desgraciados que sólo miran por lo material; los que no ven luz, sólo claridad; los que ignoran que en la noche también hay luz, aunque no se vea; los que no meditan, maquinan; no saben llorar, sólo empujar lágrimas.

Hace muchos siglos, unos 3.474 años, Moisés escribió, en el capítulo 4, versículo 8 del Génesis: “Y habló Caín a su hermano Abel; y aconteció que estando ellos en el campo, Caín se levantó contra su hermano Abel y le mató”. No es la puñalada en la espalda lo que más duele, es cuando te das la vuelta y ves quien tiene el cuchillo, el mayor dolor.

stats