Gafas de cerca
Tacho Rufino
Ésta la paga mesié
Cuarto de muestras
No he visto aún la nueva película de Sorrentino. Le critican como siempre sus excesos, su grandilocuencia, su enfermiza admiración de la belleza, sus pretensiones filosóficas, su mirada lenta y obsesiva, su misteriosa poesía. Todos los defectos y virtudes que conforman su mirada única. Más que contar una historia, Sorrentino en su cine nos pretende contagiar una emoción, un estado de ánimo contradictorio entre el deslumbramiento y el desengaño del que sólo nos salva en contadas ocasiones el humor.
Lo que a unos nos deslumbra a otros se les hace insoportable. Les suele pasar a los grandes. Cansados de las películas es las que no ocurre nada o, como mucho, lo de siempre; cansados de los efectos especiales que vuelven lo más extraordinario, vulgar; llega el barroquismo de Sorrentino, su innegable influencia de Fellini, su fascinación por el desencanto. Y no deja indiferente a nadie. En una época en la que el arte se ha convertido en un medio de entretenimiento y consumo más, Sorrentino nos interpela, nos mueve el sillón de nuestras comodidades y lugares comunes.
Les hablo del cine de Sorrentino porque en sus películas las ciudades son protagonistas. Lo es Roma en “La gran Belleza” y lo es Nápoles en “Fue la mano de Dios” y también en la recién estrenada “Parthenope”. Su mirada poética y enamorada le rinde tributo a las ciudades que ama. Deberían de enseñarnos a querer a nuestras ciudades porque, como todo lo que tenemos demasiado cerca, es fácil quererlas mal por exceso o por defecto, como hijos malcriados.
Ridículo es el orgullo chovinista del que cree vivir en el ombligo del mundo, pero no sé si es peor aquel que sólo ve defectos, vicios y pobreza en lo que tiene alrededor. El que ensucia con su mirada, quizás por frustración de su propia vida, el escenario que le ha acompañado a lo largo de los años. Cómo no querer a una ciudad, da igual cuál sea, la de cada uno, que nos ha ido regalando compañeros de colegio, amistades, amores, trabajo, emociones, anhelos e insignificantes triunfos. Una ciudad confortable que sitúa nuestra memoria en un pasado común en el que reconocernos. Una ciudad que hace de su belleza nuestra costumbre; de sus calles, nuestro camino y de sus iglesias, nuestra fe. Una ciudad que sólo nos ha robado, por nacer en ella, la posibilidad de mirarla con los ojos nuevos y fascinados de quien la visita por primera vez. Nuestra ciudad y todas aquellas que nos correspondan, deberían ser como el primer amor rendido. El indisimulable que se queda dentro y para siempre. Ese.
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