Santiago Cordero
El cumpleaños
Tierra de nadie
O creo que haya nadie que dudase si alguien le hiciera la pregunta: ¿amor o temor? Y, sin embargo, esa condición humana que muchos se empecinan en considerar en esencia “buena”, nos demuestra, una más entre las muchas veces en las que ya lo hemos corroborado, que, si bien todos preferimos el amor al miedo, muchos de esos ”todos” eligen, cuándo las circunstancias así “lo demandan”, a los que provocan temor por delante de los que ofrecen amor. Miden, estiman, valoran, aprecian o desprecian absolutamente todo, en función del beneficio propio que puedan conseguir o, en el mejor de los casos, de aquello que les pueda causar menor perjuicio. Somos así de mezquinos, no hay otra.
Si nuestra “condición” fuese lo que queremos entender por “humana”, las razones por las que se moverían los impulsos que nos empujan a perpetrar lo que sabemos no se debe cometer, serían diferentes a las que son; los motivos que nos arrastran hasta dónde somos conscientes que no debiéramos llegar, serían también distintos a los que permitimos que nos puedan llevar hasta dónde no debemos estar; las causas que nos mueven a hacer lo que hacemos mal, serían muy otras de las que dan pie a nuestra actitud; pero no es así: las cosas son como son, y las motivaciones que generan nuestro comportar son las que son.
Nos hemos dado una ética y tejemos una moral, que no esté en contra de ella, para poder pensar en la posibilidad de un mundo en el que sea factible coexistir: vivir nuestras vidas y respetar las de los demás; pero es todo una gran y brutal mentira. A los seres, que no somos “humanos”, nos mueven resortes mucho más oscuros, feroces, despiadados y, sobre todo, egoístas, de lo que estamos dispuestos a aceptar; aunque no por eso, por negar su indiscutible realidad, estaremos más cerca del camino por el que en verdad debiéramos andar.
A la mayoría, porque hay auténticos monstruos a los que no, nos conmueve la ternura, renegamos de la crueldad, nos enternece el cariño y repudiamos toda causa capaz de provocar desazón, angustia, temor o miedo visceral; no obstante, cuándo lo que está en juego somos nosotros, en cualquiera de sus múltiples y variadas facetas: interés personal, aspiraciones o bienestar, promoción profesional o dinero, relevancia social, futuro acomodado, particulares ambiciones, autoridad, éxito o poder, por una parte; minimizar un riesgo, disimular una falta, impedir una acusación, soslayar una amenaza o evitar un peligro, por otra; siempre nos anteponemos -con las escasas excepciones, que confirman la regla-, en mayor o menor medida, a los demás. Es la realidad cotidiana, la que vivimos todos los días; la pueden atemperar, enmascarar o negar, no por eso dejará de ser la realidad que es. No admitirlo sólo contribuirá a perpetuar su “ignorada” presencia y mantener nuestra no reconocida agonía.
Este triste, por lo cierto de su vigencia, pensamiento, no implica sin embargo resignación ni tampoco su obligada asunción: todo, menos la muerte, tiene, si no enmienda, al menos atemperación, compensación, o reparación; pero para que así sea es imprescindible comenzar por admitir lo que no se puede discutir; vendrán después los “paños calientes” de alivio y, en el mejor de los casos, la curación, en todo o en parte, pero es menester empezar por el principio.
Si en la vida se nos plantea un dilema grave, a consecuencia del cual nos vemos en la inexcusable obligación de escoger con quien no cumplir como personas, o a quien no seguir siendo leal, y teniendo presente que de nuestra decisión se pueden derivar secuelas muy peligrosas para nosotros, entre elegir fallar a alguien que amamos o alguien a quien, con razón, tememos, lamentablemente, en la inmensa mayoría de los casos -sean, por favor, sinceros, lo contrario no sirve de nada- traicionaremos al amor y evitaremos padecer el miedo. Y esto es lo que hay, es lo escaso de nuestro valor como “humanos”, esto es lo poquita cosa que somos.
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