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Durante años estuve dándole vueltas en la cabeza a varias ideas para cuentos y novelas. Me apunté a cursos de escritura, actualizaba de vez en cuando mi blog, llenaba papelitos con esquemas, personajes, frases, escenas. He escuchado a muchos escritores decir que algunos de los libros que escribieron llevaban con ellos o en ellos años, décadas incluso, hasta que algo atrajo esas historias al exterior. Pegaso hizo brotar de una coz la fuente de Hipocrene, y Moisés sacó agua de un bastonazo a una roca del Sinaí. El agua brota, y entonces la creación es incontenible.
Una de esas ideas que barajaba era una ciudad en la que las calles se iban transformando. Entre escena y escena, sus nombres y trazados cambiaban. De algún modo, no había un mapa inmóvil, sino un conjunto de mapas, dibujados en cada escena por la mente del protagonista o por la voluntad caprichosa del narrador. Nunca tuve claro el fin de este recurso ni el efecto que quería suscitar en el lector, pero sí sabía que algo en mí me indicaba que, de algún modo, los mapas que habito son así: guías frágiles y olvidadizas.
Toda inspiración, todo pálpito, basa su certeza en una música de fondo que no deja de vibrar en nuestro corazón, y que en algunos momentos somos capaces de escuchar. Mi música de fondo, y tal vez la del mundo y el tiempo en que vivo, es esa: nada permanece, y los cambios se suceden a una velocidad insólita y creciente.
Tal vez por eso me atrajo más que otras veces un cuadro de Pollock que encontré en un librito sobre expresionismo abstracto que está en casa de mis padres. Se llama Full Fathom Five, un título que por lo visto procede de un fragmento de La tempestad, de Shakespeare: “A cinco brazas de aquí / yace el cuerpo de tu padre. / Corales son ya sus huesos, perlas sus ojos. / Nada de él se ha dispersado. / Todo él en mar se ha transformado / y es todo hermoso, y es todo extraño”.
Es una cita hermosa y extraña, porque toda belleza tiene una parte de irreal o incomprensible. El cuadro, que incluye clavos, chinchetas, botones, llaves, monedas, cigarrillos o cerillas, es un amasijo de manchurrones, pero hay algo en él que me atrae. No hay nada, no se ve nada, es evidente, pero después de leer esas frases de Shakespeare parece como si entre las olas de la pintura se adivinaran los cuerpos de mis antepasados, dormidos bajo el agua del tiempo.
Cuando intento encontrarle un sentido al mundo, siento una unión especial con ese arte que abraza el sinsentido. Es como si apagar las luces fuera la única forma de poder ver algo, de poder ser sinceros con la vida y con nosotros mismos.
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