
Por montera
Mariló Montero
¿Ábalos en el Congreso?
Cambio de sentido
En esta ocasión toca reconocer un gran avance: del “Si usted le tiene que pegar a mi hijo en el aula le pega, que después en casa también le atizaré yo” hemos pasado a no poder resistir las ganas de vomitar ante el vídeo de la “cuidadora” (es un decir) de una guardería en Torrejón de Ardoz que zamarrea a una niña de año y medio y la fuerza a tragar comida. Hemos pasado de que el maltrato infantil –se llama así– estuviera de facto consentido a que la policía se lleve detenidas a estas cuidadoras a palos. Esta vez, como sociedad, tenemos que felicitarnos.
Este es el momento del artículo en el que, de los creadores de “Una bofetada a tiempo”, llega ahora “Pues a mí mi padre me molió a palos y no tengo ningún trauma” y “Ahora son los niñatos los que agreden a los maestros”. Apostaría que tales niñatos que atacan a sus maestros y compañeros han mamado violencia desde chicos. Apostaría que el que se jacta de haber sido criado a voces y a leñazos tiene, como poco, el trauma de no ver en ello ni en sí ningún problema. Ante personas con esta mentalidad resulta complicado, por no decir imposible, hacer entender la diferencia entre auctoritas y potestas; demostrarles que hay maneras alejadas de la agresión para acompañar a los y las chaveas en su desarrollo y de ponerles límites cuando hace falta. Para qué recomendarles lecturas de Alice Miller, que analiza las consecuencias de la negación del sufrimiento padecido en la infancia en figuras como Schiller, Woolf, Joyce o Kafka. Es mejor invitarles a que rememoren su propia infancia. Empezaré yo misma: les aseguro que lo que me sostiene como adulta, me da fuerzas y me sirve de ejemplo, no son los momentos en los que algún adulto concluyó “con sangre entra” y a continuación me golpeó, insultó, gritó o humilló en público o en privado. De ellos y ellas solo aprendí que eran personas que no sabían qué hacer consigo mismas. Lo que sostiene a esta adulta y me da fuerzas reside en cada uno de los adultos que de chica me acompañaron con gusto, me miraron con cariño, me trataron con respeto, me aceptaron tal cual era.
En ocasiones, los peques –en especial quien más nos necesita por su hiperactividad– desesperan al santo Job. Confieso que alguna vez nos hemos sorprendido levantando la mano, deteniéndola en seco en el aire, recordando los versos del poeta que anotó, dolorido, estupefacto: “Hoy/ he pegado a mi hija”. Esto es un gran avance, hecho en poco más de una generación. Insisto, hemos de felicitarnos.
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