
Disculpa que te perdone
Juan Alfonso Romero
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Tierra de nadie
Si tomamos la decisión de cambiar algo, lo que quiera que sea, es para conseguir algo, también lo que quiera que sea. Si la decisión fuese la de no cambiar nada, es decir quedarnos como estábamos, no alterar nuestra vida en lo más mínimo, no movernos, no avanzar … ni retroceder, no evolucionar … implicaría una de éstas dos opciones: o habríamos alcanzado la felicidad absoluta, con lo que sería absurdo alterar nada de la privilegiada y exclusiva situación que la que gozaríamos; o estaríamos mentalmente y por completo bloqueados, algo similar, si fuese posible, a lo que sería una muerte en vida; pero si llevamos aún más lejos esta posibilidad, la de no cambiar nada, caeríamos en una paradoja muy cercana a lo imposible, pues si nada en absoluto alterásemos, no podríamos pensar, dado que al hacerlo cambiaríamos el orden subjetivo de los conocimientos que nuestra mente buscase en la memoria, pero es que si no pensásemos no seríamos los seres humanos racionales que somos, ¿pues para qué ser racional si no se utiliza la razón?, o sea, no existiríamos tal y como lo hacemos, y como esto no se ajusta a lo que los sentidos nos transmiten -y aquí y ahora vamos a aceptar esta fuente de conocimiento como válida, al menos lo suficiente-, desecharemos este supuesto.
Nos quedamos pues con que pensamos, unos más y otros menos, pero todos pensamos, nos movemos, y si lo hacemos es, como hemos visto, para reflexionar y adoptar luego las decisiones que creemos más convenientes para lograr ese fin al que todos apuntamos: la felicidad. Hemos establecido que cuando decidimos, lo hacemos para cambiar algo y conseguir así modificar la circunstancia que nos determina, tratando siempre que sea para mejor -es lo que todos intentamos, con independencia de que lo consigamos o por el contrario, si no acertamos o nos equivocamos, terminemos por ir a peor-. Bien, esa modificación en nuestra actitud, esa nueva idea, la imaginación restaurada o renovada, un empuje novedoso con rumbo distinto … cualquiera que sea el cambio, insignificante, pequeño, grande o colosal, que decidimos emprender, muchas veces a lo largo de cada uno de los tiempos que forman nuestros días, lo hacemos para buscar aquello que creemos nos falta para conseguir la felicidad que nos corresponde, todo, absolutamente todo -con las excepciones que confirman la regla-, desde que lo pensamos hasta que lo realizamos, lo hacemos con esa finalidad.
Si movemos nuestra mente, si pensamos y meditamos y reflexionamos para luego decidir, es porque queremos cambiar el estado de cosas que nos rodea y determina, porque queremos salvar la circunstancia que nos condiciona -diría D. José Ortega y Gasset-, porque creemos que haciéndolo así, cambiando, estaremos mejor de lo que estamos y continuaríamos estando si no lo hacemos; porque lograremos vivir mejor, más cerca del modo en que nos gustaría vivir; porque nos aproximaremos a la felicidad que tanto deseamos; por alcanzar todo esto pensamos, imaginamos, reflexionamos, nos ilusionamos y tomamos decisiones, es esta la razón por la que buscamos el modo de lograr lo que ansiamos. Sabiendo cual es el objeto de nuestra búsqueda, resta ahora definir dónde y cómo buscar.
El lugar en el que hemos de buscar tiene algo de ese tan conocido dicho: “un secreto a voces”. Lo tenemos muy cerca, aunque con frecuencia excesiva lo ignoramos, bien por no darle la irremplazable y vital importancia que tiene, bien por vulgar cobardía, bien por supina ignorancia. El problema es que si no buscamos allí donde debemos buscar, que es donde podríamos encontrar las respuestas tras las que vamos, si miramos y rebuscamos en el sitio equivocado, por mucho empeño que pongamos nunca daremos con lo que perseguimos. Es, pues, esencial no errar las coordenadas en las que hemos de comenzar a escarbar. Esa isla del tesoro, de los cuentos de piratas con la que todos hemos soñado y por la que hemos, casi todos, suspirado, somos nosotros mismos: cualquier respuesta cierta, válida, consistente y eficiente hemos de buscarla, y tratar de encontrarla, en nuestro interior. Cosa bien distinta es que demos con ella, la sepamos y estemos en tiempo de usarla, sea la que en verdad necesitamos, no la que creemos necesitar, y consiga el propósito que nos movió a ir tras ella, pero esto, como decimos, es otra compleja y larga historia.
En cuanto al cómo debemos buscar, creemos haberlo sugerido: el modo que, a nuestro entender, es el adecuado para contar con un esperanzador porcentaje de posibilidades de salir airoso, es utilizar la razón. Recurrir al sentido común, echar mano de la sensatez y la prudencia, pensar con detenimiento, reflexionar y meditar, las más de las veces nos conducirá a tomar las decisiones convenientes para estar más cerca, de lo que antes de hacerlo estábamos, en alcanzar lo que deseamos.
Nada, ni nadie, garantiza que la búsqueda llegue alguna vez a su fin, ni que tenga el resultado apetecido; lo que si está casi garantizado, es que si no empeñamos nuestro tiempo en ella, buceando en nuestro interior y siguiendo el modo y las maneras que hemos expuesto, tendremos muchas papeletas para continuar sintiendo la frustración que nos abate, malogrando los posibles con los que contamos, y alejando las anheladas caricias de lo feliz; nuestra inteligencia, de tenerla, habrá, entonces, fracasado.
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