Cuando el calor arrecia a las jerezanas maneras

Cuando el calor arrecia a las jerezanas maneras
Cuando el calor arrecia a las jerezanas maneras

03 de junio 2024 - 02:02

El calor imprime en la ciudad un cierto sesgo plúmbeo muy en la línea de ciertas atmósferas urbanas de las películas de Claude Chabrol. El calor no admite sopesar su fase de meritorio. Entra -¡qué diantre!- con bravura de vaivén. El calor es largo de casta y jamás se viene abajo después de la tanda de picas de la brisa marítima que a Jerez no alcanza. El calor se muestra insensible a la tregua, como un correveidile de la hueste de Vito Corleone -interpretado con expresión puntiaguda por Marlon Brando-. El calor despega de inmediato, como una propaganda carente de remedios etílicos. El jerezano a veces busca remedios en el frescor de un libro entreabierto, por ejemplo de sutilezas verbales de Blas de Otero. La ciudad entonces se inunda de flama, como un escozor derivable de su complejidad temperamental. Empero el ambiente no resulta atrofiado, sencillamente surge de sopetón –sin melindres ni menudeos a la caza de grillos- el lustroso plantón del respetable público al acerado. Y se hizo la música callada o la soledad sonora, tan de la escritura reflexiva de san Juan de la Cruz. El calor demuestra destreza de auriga. Y fortaleza de remero de Judá Ben-Hur, galeras intramuros, a las órdenes del comandante de la flota Quinto Arrio. Boga larga a compás, boga de combate, boga de ataque y boga de ariete. El calor convoca a los dioses de las marismas para que confabulen la mecha del fuego abrasador. En Jerez nos la maravillamos a propósito de combatir estoicamente la barbilampiña acometida del calor, aunque a menudo afrontemos a trancas y barrancas todas las argucias habidas y por haber -cuyos trucos merezcan título de ciclo troyano: la ‘Odisea’-.

Cuando el calor arrecia, la veneración a Neptuno prevalece. Los jerezanos aspiran al balsámico aire en la garganta de José Mercé. O, como mal menor, a la ventolera que levanta el embarque del ganado en las sevillanas de los Romeros de la Puebla. O a la divinidad en el paladar de una copa de palo cortado de Cayetano del Pino. O a la boca seca -como un zapato tendido al sol- que afronta la experiencia catártica del primer sorbo de una cerveza cuasi helada. O al rescate incontinenti de los ventiladores hasta ahora maniatados en la penumbra de los trasteros -esos liberadores de espacio-. Bajo el yugo del calor, las energías se reducen al tamaño de una guindilla mate o pimiento de las Indias. Ese sopor que actúa de arriba abajo como un peso plomizo de Coloso en llamas. Hefesto haciendo de las suyas. ¿Verdad que sí, Francisco Antonio García Romero, vicepresidente de Letras de la Real Academia de San Dionisio de Ciencias, Artes y Letras? El calor no es magüeto. Carece de mansedumbre. Quien más, quien menos, se siente ganapán a sus órdenes. El calor nos encajona, como a res de lidia dentro de jaula. El calor nos observa con sus ojos vivos y separados, como un caballo percherón con gracejo de movimientos. El calor es más Enciclopedia Espasa que libro gordo de Petete. Más Cossío que crónica taurina de corta y pega. Más Gargoris y Habidis que un trabajo colegial sobre Prisciliano.

No podemos considerar el calor como un intruso okupa. En Jerez, desde la noche de los tiempos, encontró acomodo. Y -¡por Tutatis!- cierta buenista hospitalidad. Así somos, que diría Juan Carlos Valdivia. El calor incentiva nuestra imaginación, como el final abierto de un novelista agudo. A nuestra memoria colectiva sirvió de pretexto entonces para telefonear a Antonio Moreno, el taxista que su Santa Gloria goce, y nos acomodáramos a bordo de su coche negro con destino a Valdelagrana -dos meses y medio de divertimento tras pasar el Rubicón del toro de Osborne y del tío de la capa de Sandeman, ambos negros como el tizón y gigantescos como un monto de ilusión infantil con sabor a patatas estrellitas de Crecs-. El calor es listo como Cardona y escurridizo como una coprotagonista de largometraje de Brian de Palma. Sus juegos preferidos son el esconder y policías y ladrones. A veces rayuela, con cuadratura de tiza en el sudor de la nostalgia. El calor deposita miel de quimeras en nuestros labios mientras dormimos, como así sucedió -con abejas zumbonas- a Píndaro de niño. El calor, como Sócrates, se rige por sus ideales. Ignoramos si el calor es atlético y epicúreo o por el contrario presenta obesidad mórbida. Por aquello de habitar en todas partes o en ninguna. Aparece y desaparece como una pompa de jabón. Llega sin avisar, como un verso de Cernuda, y se marcha a la francesa, como pelota en tardes de Poniente. En unas calles aprieta más que en otras: como si malgastara monomanías al ralentí.

El calor detesta las muñecas rusas, en tanto recela de la medianía de los tamaños. El calor prefiera cantar por soleares a la lorquiana cinco en punto de la tarde. Su santo preferido es san Lorenzo. El calor opta por la comida a la parrilla. En su mesilla de noche siempre descansa el libro ‘La hoguera de las vanidades’ de Tom Wolfe. A este calor le hubiese encantado reescribir una biografía de Luis XIV de Francia, por aquello de publicitar de nuevo la vida del Rey Sol. Ya ha llegado otra vez el calor, sí, a las jerezanas maneras.

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