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Ignacio F. Garmendia
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Ala monarquía parlamentaria se le presuponen virtudes pasivas, como parte digna que es, y no ejecutiva, de la Constitución. También un legitimismo de sangre, una aura familiar, al que acudir sentimentalmente. La Corona, en un sistema parlamentario, es así una institución aburrida en términos políticos que puede, desde su neutralidad simbólica, desempeñar una cierta función integradora. El reinado de Felipe VI es, desde esta lógica, un reinado con ciertos rasgos atípicos. Sucesor de Juan Carlos I, heredero de la dinastía histórica, nuestro Rey, por actos privados indignos por todos conocidos de su causante, ha tenido que ejecutar públicamente gestos de repudio hacia su padre como presupuesto de su propia legitimidad. Es un hecho que la familia real de la que verdaderamente dispone nuestra Corona para proyectarse, por cuestiones relacionadas con la corrupción y la frivolidad, es una familia estrictamente nuclear. El Rey, la Reina y sus dos hijas. Felipe VI no ha podido además eludir la acción. El 3 de octubre de 2017 el Jefe del Estado interpretó que él tenía que asumir la defensa de la Constitución frente a una insurrección territorial. Desde ese momento, parte de la sociedad española asume que no es la prosaica funcionalidad neutra la que hace útil a nuestra Jefatura del Estado, sino que su utilidad es una utilidad política. Viva el Rey, abajo el buen gobierno, escribían el otro día los muy cafeteros tras la accidentada visita de nuestros Reyes a Paiporta, tras la que muchos han subrayado el coraje patriótico del Jefe del Estado, frente a la cobardía indigna del presidente del Gobierno. El problema es que de afirmar que nosotros somos de Felipe VI, a decir que Felipe VI es nuestro, sólo hay un paso, y es en ese paso en el que se compromete muy seriamente la imagen de neutralidad de la Monarquía, el fundamento básico de su legitimidad. En un mundo político de simulación, los Reyes demostraron ante la tragedia la fuerza comunicativa de la verdad en su versión cruda y más clásica. Su comportamiento fue, ante todo, extraordinariamente creíble y encarnó, ética y estéticamente, la humanidad que requiere una simple persona para poder cumplir con su tarea de símbolo ante su pueblo. Ni más ni menos. Pero el Rey no es un buen gobernante, sencillamente, porque para serlo tendría que dejar de ser Rey. Arrojar al Rey a la arena política es una deslealtad constitucional y una temeridad. Casi tanto como afirmar que las más de cien mil personas que anteayer fiscalizaron a su gobierno en las calles de Valencia, estaban allí para pedir la República de los Països Catalans. Qué canallada.
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