
La colmena
Magdalena Trillo
Pájaras
Descanso dominical
Aquí en mi tierra al carajote lo llamamos así de toda la vida. No es sinsorgo, cretino o mentecato, es carajote. Y punto. No hace falta decir más. Hace años en un avión el pasajero de detrás, que tenía que ser como poco de Cracovia, no paraba de darme golpes en el respaldo con muy malos modos. Hasta que me levanté y le solté “¿tú eres carajote?”. Y el tío me entendió perfectamente. Es la fonética. Las palabras son sagradas, pero hemos entrado en una estúpida espiral de perversión del lenguaje por la cual estamos dejando de llamar a las cosas por su nombre. Y no crean que es en aras del respeto y la convivencia -eso es lo que nos venden-, se hace porque el lenguaje es también una herramienta perfecta para maquillar verdades incómodas, para narcotizar e idiotizar un poquito más a la sociedad nuestra.
De hecho, la verdad es ya un concepto secundario, un argumento que conviene enterrar bajo el más espeso arsenal de palabras vacías. Porque lo que importa ahora es el relato, y da exactamente igual que estemos ante un descomunal cuento chino. Es lo que llaman ‘posverdad’, que es el término que viene a sustituir a otros como mentira, embuste o engaño. Pero, claro, si te dicen posverdad es más sencillo y da menos nauseas tragarte esa cucharada. Hay otros muchos ejemplos de esta interesada metamorfosis lingüística. Lo que ha sido siempre un cuchitril o un cuartucho ahora se llama ‘solución habitacional’; si te bajan el sueldo, no temas, se trata de una ‘devaluación competitiva’ de tu salario; y, por supuesto, no se te ocurra decir que son niños abandonados, son ‘menas’. Desde el Tercer Reich el poder y la política son el mejor caldo de cultivo para este engañabobos, este juego patético de versiones y perversiones del habla que, mal que nos pese, va calando en la calle gracias a neologismos y giros retorcidos del lenguaje. Si conocen a algún perfecto hijo de puta sepan que ahora es un ‘tóxico’. Por ejemplo.
Miguel de Molina, perseguido en tiempos del franquismo por republicano y por su orientación sexual, tuvo que huir de aquella España para exiliarse en México y Argentina. Antes de eso, una noche, justo después de cantar Ojos Verdes, parte del público le increpó al grito de “marica, marica”. El malagueño se revolvió y les dijo: “Marica, no; maricón, que suena a bóveda”. Ya no somos tan valientes a la hora de escoger las palabras, ni siquiera para darle la vuelta a un insulto y adoptarlo en defensa propia. Hablamos como el que cruza un campo de minas, con el miedo cosido en los labios, prostituyendo la jerga. La libertad se nos cae por palabras de los bolsillos. Qué quieren que les diga, yo creo que estamos haciendo el carajote.
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