Felipe Ortuno M.

Carnestolendas

Desde la espadaña

EN esos días que preceden a la cuaresma se toleraba la carne, porque después se embutía uno en tiempo de legumbres y verduras. Se permitía la payasada y el bailoteo a tutiplén antes de que la penitencia y la austeridad, que justifica la contra, pusiera límite a lo primario y nos elevara a ese otro nivel de la persona que, sin máscara, se identificaba con la verdad; en cualquier caso, con la máscara que lleva la persona.

El antruejo consiste en mascaradas, comparsa y jolgorio. Tiene como finalidad el regocijo, aunque, como en la tragedia griega, también sean necesarias las máscaras de tristeza para la representación. Una manera de desinhibirse y mostrar lo que realmente somos; de tal suerte que no se sabe muy bien si la verdad es la máscara o lo que lleva dentro. Exhibirse con careta es una manera de ocultarse, aunque no sepamos qué parte de verdad vaya adentro o afuera.

La palabra griega ‘prósopon’ fue traducida al latín como ‘persona’, y designa también la máscara que usa el actor para realzar su voz (per-sonare, resonar) y resaltar los gestos que debe hacer. Tengamos en cuenta que persona significa ‘máscara de actor’, personaje teatral, vaya, que representa un papel. La máscara tiene función de apariencia y cada persona tiene, en este sentido, su personalidad, su antifaz que no es sino el disfraz con el que vamos por la vida. Quizá por eso tenga tanto éxito el carnaval en todo el mundo: podemos disfrazarnos de distintas personalidades: la mujer de marido y el marido de ciervo, sin que ello suponga un contrasentido familiar y sea así como se le da a cada uno lo suyo. Podemos ser quienes queramos, héroes o villanos, incluso unicornios. Así representamos lo mejor de nosotros mismos que, bajo pretexto de humor y risa, saca del inconsciente lo que de otro modo no sería posible.

Es como si Freud hubiera inventado la fiesta y la hubiera troquelado con los arquetipos de Jung ¿No será el carnaval una puesta en escena del psicoanálisis social? ¡Ahhh si todo el mundo se disfrazase! Ahí lo dejo. No tengo ni idea de hasta dónde se remonta su origen, pero es sin duda una de esas fiestas que nos lleva a la noche de los tiempos por lo que de simbólico y mágico tiene. Un momento en el que conseguimos ser quienes soñamos ser, salir de la caverna, del silencio o de la opresión.

Ser verdad siendo mentira, representando aquello que quisiéramos fuera lo que no fue ¡cuánta paradoja verdadera! Los viejos pueblos, de los que procede nuestra cultura, ya lo celebraban con los excesos propios: comidas descomunales y asuntos lujuriosos inimaginables, todo con exuberancia y demasía. Ya se sabe, al hombre no hace falta darle mucha rienda en asuntos de esta índole, le das la mano y te toma el pie, el cuerpo entero si te descuidas, como un río que se desborda con nada que llueva. Somos Gargantúa y Pantagruel, que diría Rabelais. Pero tiene su lógica: el gato acorralado se tira a los ojos y hay que dejarle salida. Lo mismo que a la persona, que necesita su gatera.

Los carnavales siguen cumpliendo una función social y sirven para dejar al caballo retozar a rienda suelta, desfogarse en estos días para soportar mejor el bocado de todo el año. A estas calendas, les es propio la alegría enmascarada, la música y los desfiles por las calles, las pasiones descubiertas y el pudor destrozado; como si la mesura y la virtud no les fuera en ello.

De aquí que las pasiones se disfracen, los instintos se exalten y el animal, que llevamos dentro, pierda el espíritu y quiera quedarse en carne mostrenca desatada. Por lo que se ve a esto no le ha puesto límite el progreso; y es regreso a todas luces. Debe ser la máscara que necesita toda progresía. Dejémoslo así, en que la canalla carnavalesca sólo pretenda dejar salir el aspecto inferior de lo que somos; quizá un modo civilizado de liberación posible a través del autoengaño.

Valga pues, si su misión sirve de catarsis; con tal que el enmascarado no se quede preso en la farsa, o tenga el efecto bumerán, como sucede en la política que, de tanto ocultar la verdad, no sabemos a quién le corresponde la vestidura.

Ya sabes, si quieres liberarte del rol social que se te ha impuesto, disfrázate de millonario; si buscas la fantasía que te haga salir del trabajo esclavizante, disfrázate de princesa o de conejo. Desinhíbete, si es lo que buscas, para disfrutar de tu ansiada libertad, y ponte la máscara menos convencional, la careta mágica que te haga salir del presidio mental al que perteneces ¿Quieres ser libre? Vístete de esclavo, ponte el antifaz de tu persona, carnestolendas, y a huí, que es carnaval ¿Qué rol quieres? Rompe con el establecido y disfrázate de lo que no eres ¡Ole tú si eso te hace feliz! ¿Qué imagen quieres de ti mismo? Te diría que no esperases al carnaval y la esculpieses - (inútil sugerirlo) - con el cincel de tu voluntad. Carnaval, una fiesta adecuada para vestirte de lo que no eres, soñar, en cualquier caso, con el deseo insatisfecho y representarlo con la mascarada que se te permite.

Jugar a reinventarte puede ser una buena manera de autoengaño, si no fuera porque ya lo hacemos constantemente así. Hay un gran repertorio de máscaras, tantas como humanos. Posiblemente el mejor símbolo de identificación que exista: somos la máscara intransferible, y ésta, sin duda, la imagen representada. Que cada cual se represente a sí mismo, que con ese personaje vamos. Salvo en Cádiz, con cuyo carnaval se llega a otra dimensión…

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