Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Ramón Castro Thomas
Querido concejal, más de una vez hemos hablado del asunto y más de una vez, cuando hemos pasado a otra cosa, usted se ha ido con las mismas dudas y yo con la sensación de no haberme explicado bien. Le escribo ahora para intentar así, no convencerle, sino fijar mi posición con la sospecha de que, a pesar de nuestras discrepancias aparentes, en el fondo compartimos el mismo punto de vista.
La cultura, lo que para entendernos llamamos "cultura" –ya creo que se lo dije la última vez-, no es espectáculo, ni mera distracción o diversión y, desde luego, nunca puede ser el adorno o la consigna identitaria alrededor de la cual unos cuantos se hacen fuertes e imponen sus reivindicaciones o sus cotas de poder. Yo creo que es, por decirlo ahora de una manera rápida, educación emocional e intelectual asumida con gusto.
Alguna vez le he manifestado mi asombro por que esta idea mía de la cultura le parezca excluyente e incluso provocadora. Lo primero se lo acepto desde ahora mismo, porque para definir cualquier cosa hay que delimitarla y excluir lo que procede. Lo segundo, no lo entiendo. Simplemente creo que esta noción mía de cultura es la de siempre, la que teníamos casi todos hasta no hace mucho, cuando la cultura tenía todavía un papel relevante en los programas políticos, en los sistemas educativos y en los medios de comunicación. Se podría enunciar con más precisión del siguiente modo: que la cultura es el medio por el que las personas más capaces que dedican su vida a la observación y a la reflexión, al conocimiento y a la conservación de un patrimonio inmaterial, nos mejoran, dan sentido a nuestras vidas y siembran los valores y actitudes por los que vamos a regirnos el día de mañana.
Por eso es triste tener que recordar e insistir en algo que hasta hace poco cualquier persona que salía de la escuela me parece que tenía claro: la diferencia entre cultura y propaganda, entre cultura y entretenimiento; entre, por ejemplo, literatura (Antonio Machado o Lorca, Borges o Cortázar, Carmen Laforet o Delibes) y lo que podríamos denominar sub-literatura (Corín Tellado, Marcial Lafuente Estefanía o José Mallorquí... Y ahora, Megan Maxwel, Gómez Jurado o Alice Kellen).
Porque la literatura (y la cultura), además de nacer con la pretensión de durar en el tiempo, siempre:
1) amplía nuestra experiencia de la realidad;
2) nos enseña a poner en cuestión nuestros prejuicios;
3) nos obliga a ponernos en el lugar del otro y a pensar desde el otro;
4) nos obliga a ejercitar nuestra inteligencia;
5) y por medio de la emoción, educa y enriquece nuestra sensibilidad.
La subliteratura (y la cultura de pachanga), por el contrario, se remite a la pura actualidad y consiste en hacer negocio fomentando nuestros peores instintos y rebajando la literatura (y la cultura) a mera distracción mediante fórmulas consabidas y prejuicios de moda. No es inocente porque siempre supone un peligro para una democracia alimentar sólo con “pan y circo”, como se decía antes, a quienes tienen el poder de votar.
El pan y el circo son necesarios, lo son esas actividades y espectáculos que se dirigen a lo más básico del ser humano y que nos evaden y entretienen a fuerza de recursos fáciles y lugares comunes. Pero no podemos dejar en manos de esas actividades y espectáculos la educación moral y emocional de una sociedad. Porque una sociedad atiborrada de lugares comunes, eslóganes, infundios, chistes gruesos, etc…, acaba siendo terreno propicio para cualquier tiranía, sea del signo que sea. (No olvide que en el ascenso de cualquier régimen totalitario la subliteratura ha tenido una importancia capital para enardecer y afianzar el resentimiento de las masas. Ejemplo: la literatura popular en Alemania antes del ascenso de Hitler o las novelitas aleccionadoras en la Rusia soviética).
Más de una vez me ha respondido usted que toda esa mediocridad facilona quizás pueda servir de puente o trampolín hacia una cultura y una literatura de calidad. Y ese es uno de los argumentos más socorridos a favor de la subliteratura y de esa cultura de pachanga de la que hablo. Pero lo cierto es que es un argumento a todas luces falso y que ningún estudio avala. Por mi parte, lo que sé decirle es que yo al menos no conozco a ningún lector de Rebeca Stones o a un consumidor de reggaetón que haya terminado aficionándose a Cervantes o a Mozart.
Querido concejal, si de verdad queremos una sociedad mejor, más instruida y menos porosa a los bulos, donde se prime el respeto y la convivencia, trabajemos en lo posible para que las instituciones culturales financiadas con dinero público no confundan cultura y propaganda, cultura y entretenimiento sin más; exijamos que con dinero público no se otorgue marchamo de cultura a lo que no lo es; y, cada uno desde su particular posición, fomentemos y ayudemos a la cultura tal como se ha entendido desde la creación del Estado moderno: tantos museos, fundaciones, editoriales, compañías de teatro, galerías de arte…, que trabajan con vocación de darnos lo mejor; que todavía se rigen por la calidad antes que por los índices de venta únicamente y por los beneficios económicos; y que sobreviven en estos tiempos a duras penas, sin apenas apoyo y tantas veces aplastados por la gran industria del ocio y por unas condiciones estructurales y fiscales asfixiantes.
Un saludo de su amigo.
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