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Cada vez es más frecuente una noticia que no por repetida deja de impactarnos: en un piso o casa de cualquier ciudad aparece muerta una persona, quizá fallecida hace meses o años, sin que asombrosamente nadie la haya echado en falta. Es, no lo duden, la punta dramática de un iceberg de cuya magnitud aún no somos lo suficientemente conscientes. En España, hay más de dos millones de hogares unipersonales habitados por mayores de 65 años, en su mayoría (casi dos tercios) mujeres.
En un informe publicado el pasado año por la Asociación Provivienda -Cuando la casa nos enferma- se describen bien los rasgos del fenómeno: suele tratarse de ancianos sin pareja, cuyos hijos (si es que los tuvieron) hace décadas que se marcharon y que, normalmente, viven en el centro de una ciudad grande o mediana, en un edificio antiguo. No hablo, claro, de quienes así lo desean. Para éstos, la circunstancia, por ingrata que me parezca, deriva de su libre voluntad. Pero, junto a ellos, crecen los supuestos de soledad impuesta (ya casi el 50% de los casos pertenece a este grupo), conformando una de las grandes, y silentes, epidemias de nuestra era.
"Hay un elemento muy material en esa soledad -afirma Thomas Ubrich, autor principal del estudio- ya que tales casas unipersonales se convierten en cárceles". En demasiadas ocasiones, la vivienda carece de ascensor y, como destacan los expertos, termina convirtiéndose en celda que multiplica el riesgo de padecer gravísimos problemas de salud. Añadan que, por lo general, son residencias que no están pensadas para un único morador, sino de lugares vaciados, donde faltan las otras mitades: la del marido, la esposa, los hijos e incluso los padres.
No basta con escandalizarnos ante desenlaces macabros. Hoy y aquí, millones de seres humanos languidecen en rincones donde nadie sabe que habitan: han pasado a ser fantasmas olvidados, desaparecidos para los demás, ignorados, invisibles para una sociedad en la que no juegan papel alguno.
Esta soledad letal, que se extiende como consecuencia de múltiples factores coadyuvantes (el envejecimiento de la población, el golpe de la crisis, el nuevo rol de la mujer, el propio individualismo imperante) merecería ser combatida con mayor ímpetu y mejores medios. Comenzando, tal vez, por comprender que, al cabo, el alentado cambio en nuestras fórmulas de relación conduce inexorablemente a finales tan lacerantes como socialmente autodestructivos.
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