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Cuarto de muestras
Me subí al tren. Da igual a cuál ni a dónde ni qué día. Eso da igual. Era un trayecto corto. Con la inseguridad que me supone el enredo de pantallas, billetes y andenes, de mirar al reloj una y mil veces, de preguntar lo obvio, me subí al tren. Me recibieron el contraste entre el frío de la calle y el calor artificial del vagón; los jóvenes ensimismados en sus teléfonos manteniendo posturas imposibles; los funcionarios taciturnos con los ojos perdidos en un pensamiento sin estación ni paradas; la suciedad de la tapicería de los asientos; la vana conversación de quien huye de sí mismo; la pareja que ni se mira ni se habla; la mujer madura que mira absorta al joven distraído; el hombre que mueve los labios en su monólogo interior; las cortinillas rígidas en el aire hermético; el olor y los olores; el revisor equilibrista; las bicis contorsionadas tras la puerta; la tristeza de la luz eléctrica en pleno día; los zapatos sucios, faltos de ilusión, de casi todos. Y en medio de ese mundo rutinario, previsible y acompasado, las ventanas. Por ellas desfilaba un paisaje amable, esta vez de marismas, calentado suavemente por el sol alegre del invierno. Es el tren un proyector de cine cuya película se corta fugazmente en la oscuridad de los túneles. Nadie protesta por ese parpadeo del paisaje porque parece un juego: lo ves, no lo ves, lo ves.
Sí, lo descubrí el otro día en aquel insignificante tren del no menos insignificante trayecto. Viajar en uno de esos modestos vagones es lo más parecido a leer en edición de bolsillo que es donde se publican los grandes libros en letra pequeña. El extraño placer de la incomodidad que tanta cercanía procura. Tienen las aguas de las marismas, dulces y saladas a la vez, mucho tiempo dentro, mucha trama invisible, mucha vida interior escrita en delicados renglones a los que asoma la fragilidad y el misterio de la belleza, su transparencia y su turbiedad. La luz que apenas detiene el paisaje y lo transfigura en ese asombroso movimiento que volvió loco a los impresionistas, es el retrato psicológico de la naturaleza. El bajo relieve de lo que se esconde y permanece al compás de las mareas es el ritmo literario. Los flamencos ponen la nota poética e inverosímil. La fuente de las letras está encomendada a las nubes tipógrafas, a cuyo cargo corre el diseño gráfico de la edición debido a su amplia experiencia. La editorial “Arrebol” publica esta obra cada día. El argumento no quiero desvelarlo, ya lo sabes, es lo de menos. La mirada, la lectura, la has de poner tú.
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