Álvaro García de Luján Sánchez de Puerta. Licenciado en Historia y escritor

Cuando un Citroën Mehari cruzó El Buzo (crónica de un Jerez de los 90)

01 de octubre 2024 - 11:06

A mediados de los 90, a algunos de los muchachos nos daba un poco igual lo que ocurriera en El Buzo.

En realidad a todos los jerezanos poco les importaba todo lo que estuviera más allá de ese cosmos llamado calle Larga. Y lo entiendo porque cómo iba ser de otro modo: aún estaba abierto el tabanco de El Nono y el trasiego de la gente elegante, y la que no, que veraneaba en Cádiz y se largaba como nenas al previsible Buzo, aún estaba por llegar. Por entonces, incluso, había quien pasaba un verano entero en el añorado Hotel Los Cisnes de la calle Larga por cuatro perras.

El Buzo era presumible. Jerez no.

Porque por entonces preferíamos un infierno divertido a un cielo previsible.

No hay quien comprenda la distribución urbanística de Jerez; en eso estamos de acuerdo. Pero nos defendíamos. Aún lo hacemos. Desayunábamos una de manteca colorá en La Moderna una mañana de entresemana de principios de agosto cuando alguien nos proponía pasar la tarde en una piscina de un chalé molón de El Buzo:

“Joé ¿De verdad? ¿Hasta El Buzo?”. Nunca llegamos.

Soy medio forastero y a mí eso me pilló de refilón. Vale. Pero lo vi.

Mientras, los de la pandilla, nos pasábamos novelas de Sven Hassel o el último Interviú.

Las clases medias jerezanas nunca lo tuvieron fácil. Reclamaron atención como algo parecido a un vietnamita en guayabera y sin suerte en el viejo y decadente Saigón. Las familias dueñas de las bodegas las miraron con desdén y los sindicatos del oficio siempre hicieron lo mismo pero con incredulidad. ¿Quiénes fueron las clases medias jerezanas? ¿Qué fue de ellas? ¿Alguien se ha acordado de ellas?

Descendientes de los cuadros medios de las grandes bodegas, las clases medias que sustentaron el jerez, las pequeñas burguesías épicas que se curraron palmo a palmo el mito; nuestros abuelos y padres que hicieron las cuentas de las grandes familias; alguno que se casó con la hija rebelde y bonita de apellido adecuado -y no- elaboraron planes de expansión, compras, éxitos y bancarrotas. Rozaron la pasta de refilón con la yema de los dedos. Crearon una ciudad. Junto a las sagas de toneleros que me enseñaron a decir por favor. Yo provengo de aquello.

Pero también Jerez imitó, se vendió, al canon anglosajón. Jerez quiso ser, al mismo tiempo, un católico mentando a Blas de Lezo en la Defensa de Cartagena de Indias –ya saben, el de “todo buen español debería mear mirando siempre a Inglaterra”- y un avaro comerciante anglosajón y protestante, en un curioso caso mimético. Y salió bien, aunque no del todo. De ahí su bendita disfuncionalidad.

Siempre que salgo de la estación de trenes de Jerez, pido un cortao en el Bar Pequeñito, justo al lado. Es el mejor lugar de la ciudad para echar el primer vistazo a Jerez. Y yo soy de los que vacilo de ella. Porque me gusta vacilar de lo auténtico. De lo único.

Y luego piso el suelo de las calles del que sea -probablemente - el mejor vino del Mundo. Me digo. Y sigo andando, tal guiri, por las callejuelas de Jerez tarareando una canción del jerezano Julio de la Rosa. Y me cruzo con señores de elegancia inmortal con zapatos de rejilla, camisa fantasía y pantalón de tergal; los mismos que entran en los pequeños cascos de bodegas del Centro con garrafas vacías que hay que rellenar de vino. Alguno, incluso, en un viejo y elegante Renault 4 latas. Y me digo que esto debe ser lo más parecido al paraíso porque mientras hablan del Xerez DFC  o del Jerez Industrial, de la maldita hipoteca, o de ese pequeño terreno que compraron en la barriada y que el Ayuntamiento no legalizará jamás, se encienden un ducados y se dirigen a mí con un respetuoso quillo por delante. Son de los míos. Me digo.

Estoy en casa.

Esta peña lleva bebiendo y cuidando el vino de Jerez desde hace siglos como nadie. Mil años. Qué sería de Jerez sin ellos. Sus padres, sus abuelos, fijo, trabajaron en una bodega. Mi abuelo lo hizo. Mi padre. Mis tíos. Tal organigrama social marca, no es gratuito.

Enfilo la calle Larga y no hay ni el Tato. Estamos a principios de agosto y la gente imagino que se ha pirado a Valdelagrana, o al Buzo. O al tabanco de la barriada, los más afortunados. Acorto por la calle Caracuel y salgo a la calle Rosario. El Cine Jerezano, imperial, sigue ahí de algún modo.

Encuentro algo abierto, al lado de un chino. Un amontillado pero que no sea un medio, tío. Es que vengo de Córdoba. Digo. El sitio no es bonito ni feo. Pero estoy en Jerez.

Al cabo de un rato acabo en El Puerto, donde espera la familia.

Dos días después salgo de El Puerto y atravieso El Buzo en un citroën Mehari con C Tangana a todo trapo, dejando atrás el centro comercial, y vuelvo a enfilar la carretera nacional hacia Jerez de la Frontera. Hay algo que me conmueve al llegar. No sé. Llego a Jerez y no vuelve a haber nadie. El paraíso, pienso. Consigo llegar a La Moderna en la calle Larga y pido una de La Ina. Dos.

Aquí, pienso, no tengo por qué temer que ningún criminal fondo de riesgo ni la última doctrina queer  atemoricen mi vida de clase media depauperada. Porque, sinceramente, no hay ganas.

Y mientras observo, incrédulo, una Vespa PK del 83 con matrícula de Barcelona aparcada justo enfente, me llama mi primo Picardo. Y Le pregunto.

¿Y hoy, en El Buzo, hace calor?

Porque, aquí, en Jerez, gracias a Dios, sí.

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