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Opinión
PARADOJAS de una carrera de éxito desde los días de Popeye (1983) y Good morning Vietnam (1987), pocos van a recordar hoy en sus obituarios a Robin Williams por su papel de padre de un adolescente suburbial, depresivo y suicida en la estupenda World's greatest dad (2010), de Bobcat Goldthwait, comedia negrísima y premonitoria en la que podía intuirse perfectamente ese lado oscuro, esa amargura incontrolable que conduce a las adicciones y a las dobles vidas, de quien ha sido uno de los actores cómicos norteamericanos más queridos y admirados por el gran público (y odiado por parte de la crítica más selecta) durante las tres últimas décadas.
Veíamos en ese Williams insólito, marginal e indie la máscara del payaso triste (que siempre nos enseñó el gran maestro Chaplin), el rostro más descarnado y la gestualidad más contenida de quien precisamente había triunfado como rey del exceso verbal y corporal en numerosas comedias familiares o en esos contados papeles dramáticos (El mundo según Garp, El Club de los poetas muertos, El rey pescador, Despertares, El indomable Will Hunting, Retrato de una obsesión, Insomnia) que lo legitimaron para los premios y el respeto de las academias, papeles casi siempre alternados con cintas de dudosa calidad y barra libre para dar rienda suelta a sus numerosos e incontenibles tics.
En esta muerte del cómico popular, querido y siempre amable, algo que ya de por sí es siempre una noticia lamentable en estos tiempos aciagos de farsantes de guante blanco, recordamos también la de otros ilustres entertainers y comedians del mundo del espectáculo que sucumbieron a la lucha constante con su carácter depresivo camuflado siempre bajo el chiste, el disfraz o el exabrupto, bajo el personaje animador, cariñoso y aplastantemente humano que tantas veces interpretaron para el público.
Pienso, por ejemplo, en Lenny Bruce, cuya biografía y deriva retrató Bob Fosse en aquella estupenda Lenny protagonizada por Dustin Hoffmann; en el torrencial John Belushi, al que los excesos también lo condujeron a una temprana muerte a los 33 años, precisamente después de haber pasado sus últimas horas de farra en compañía de un por entonces joven Williams; o también en otros comediantes poco conocidos por aquí (que me sopla Juanjo Cerero) como Freddie Prinze, Richard Jenni, Chris Farley o Gregg Giraldo, que también acabarían por suicidarse o dejarse morir después de soltar su vitriolo por los escenarios y platós de Norteamérica.
El más grande e inspirado de todos ellos en la actualidad, Louie C. K., homenajeaba precisamente a Williams, tal vez consciente de su fragilidad reciente, invitándolo a actuar junto a él en un par de episodios de Louie en los que acudían juntos al funeral de un amigo después de encontrarse en un club de streap-tease y se prometían mutuamente acudir a los suyos respectivos cuando llegara la hora. En fin…
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