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EN España se convocan anualmente alrededor de 3.500 premios literarios. Cifra que, con muchísima diferencia, supera al resto de concursos organizados en los países hispanohablantes. Pero resulta que ahora salen unos cuantos pseudointelectuales cuestionándose la conveniencia de esta cantidad ingente de galardones. Por ejemplo, Fernando Iwasaki se permite escribir un libro en donde, irónicamente, se mofa de los certámenes. Pero, vayamos por partes.
En primer lugar, imagino que todos aquellos que ahora critican esto se habrán apuntado a muchísimas convocatorias. Convocatorias en las que, estoy convencido, habrán fracasado y triunfado a partes iguales, por no decir que habrán tenido, como todos los escritores, más chascos que aciertos (la literatura, como todo arte, es una cuestión de gustos). Pero claro, ahora estos que ya publican novelas no necesitan ni del reconocimiento ni del dinero (hay premios de relatos breves con excelentes dotaciones económicas y, creo, son concursos sin amañar). Desde esa atalaya del éxito (relativo), es mucho más fácil criticar una opción que, guste o no, no deja de sorprender en un país como el nuestro, donde el índice de lectura es vergonzoso, con unos números que podrían ser dignos de cualquier comunidad subdesarrollada. De tal manera, no se entiende esta crítica, cuando en España, país de 'Belenes Esteban', 'Grandes hermanos' y demás bodrios televisivos seguidos en masa, se convocan estos premios con dinero aportado por ayuntamientos y entidades privadas, pero también por clubes de lectura, asociaciones de vecinos o gente con inquietud que no hace otra cosa -no lo olvidemos- que fomentar la creatividad y la literatura.
Aquí la gente es libre para opinar lo que quiera, faltaría más, pero no se entiende que una iniciativa cultural como son los concursos estén en el punto de mira por parte de quienes, repito, habrán aspirado en sus inicios a un diploma y un cheque que llevarse a casa con el ego resplandeciente.
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