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El mundo de ayer
La catedral de Sevilla respira. Sus piedras porosas absorben la humedad por la noche y la expulsan por la mañana. A mí me encanta pensar que no es por eso, que es en realidad porque cada noche, tras las puertas cerradas, todo el edificio coge aire para hablar con los fieles al día siguiente. La piedra medita, la piedra habla. Tras las paredes de casa de mis padres, oigo el carillón del vecino, oigo más arriba campanillas y añafiles, porque alguien está aprendiendo idiomas con Duolingo, día tras día tras día, y sigo sus progresos sin que me vea ni yo sepa quién es. Oigo las reformas del bloque de al lado, las lavadoras, los bostezos, los estornudos, los televisores, las puertas de la calle y del ascensor abrirse y cerrarse. Tras las cortinas y las estanterías la casa de mis padres respira, toda casa late.
Estas palpitaciones están por todas partes, y la contemplación parece atraerlas. Fui a ver la exposición de Monet en el Palacio de Cibeles, en Madrid, llena de cuadros que van haciéndose más grandes, obsesivos, indefinidos. Tras explorar los rostros de su familia y las costas de Francia y los puentes de Londres, Monet se fue encerrando en su jardín de Giverny: el puente japonés, los sauces rozando el agua con sus dedos lánguidos, los nenúfares, las glicinas, los írises. Los marcos invaden las salas, los motivos van perdiendo peso frente al color y el movimiento, y cuando Monet sufre de cataratas, parece como si él mismo se hubiera estrellado en el lienzo, en esos óleos sueltos que más parecen acuaróleos. En él se adivina a Pollock, tal vez a De Kooning, y sin duda a Rothko, que invita siempre a pegar la nariz a sus cuadros. El Parlamento deshecho sobre el Támesis, lleno de esquirlas de luz. Las algas hundidas, su baile lento, un bote varado. Salí de allí pesando menos. Todo me atravesó, también, como un fantasma.
Todas o casi todas las canciones y poemas de amor y amistad lo son también de fantasmas, se escribe muchas veces de lo perdido o de lo que nunca se tuvo, tal vez para retenerlo o para entenderlo. Las imágenes de Canción de amor de J. Alfred Prufock, de Eliot, me atraviesan el cuerpo: la niebla amarilla que se restriega contra los cristales, el cielo tendido como un paciente sedado, las calles solas que se suceden como una discusión que no acaba nunca y no lleva a ningún sitio. El poema es en sí mismo un fantasma que puede cruzarme la piel y dejarme su huella. Hay tanto –un poema, un cuadro, un templo, unas horas– que nos espera, tanto que nos piensa. Todo lo que encontramos, vivo o muerto, nos abandona, y luego se queda pensando.
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