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Una vuelta más
COMUNICARSE no es nada sencillo, ni rudimentario o simple, entraña su complejidad. Recientes investigaciones han permitido descubrir que el habla no fue por obra y gracia del ‘Homo Sapiens’ hace 300.000 años, como se creía. Sí es cierto que a esos primates de los que descendemos se les atribuye la autoría inicial del lenguaje, pero ahora sabemos también que fueron macacos y babuinos del Viejo Mundo quienes pronunciaron las primeras vocales diferenciadas hace 25 millones de años. En concreto, los científicos sostienen que el alargamiento del tracto vocal, como resultado del descenso de la laringe, fue el primer paso en el surgimiento del habla como tal, pero rechazan que esa llamada ‘teoría laringal’ sea algo único de los humanos, ni un requisito exclusivo para la producción de frecuencias contrastantes en el curso de las vocalizaciones, o sea, hablar. Queda abierto por tanto el debate entre investigadores que, como en otros muchos ámbitos, puede derivar en disputas que hagan imposible salir de dudas y hasta la propia comunicación racional.
El interés por comunicar suele originarse en la necesidad de transmitir y, si el mensaje germina adecuadamente en su destino, recibirás correspondencia por lo transmitido. Así se han cimentado desde tiempo inmemorial las relaciones humanas y hasta la prodigiosa perpetuación de nuestra especie. Pero, inmersos como estamos en un cambio permanente de paradigma en los rituales comunicativos, va creciendo la inquietud de si acabaremos poniendo en riesgo la cultura de conversar, o del simple encuentro entre dos personas, sin más. Nadie discute que es maravilloso y enriquecedor conocer a alguien, porque siempre mantienes la ilusión de encontrar a un semejante con quien compartir gustos, ideas, sentimientos, dramas, pensamientos, incertidumbres, sueños, vida en una palabra. Pero si eres algo receloso y estás muy absorbido por la rutina, o bien no ves muy clara la idoneidad de tus interlocutores, vas dejando a un lado esa búsqueda de nuevos afectos, se tiende más a priorizar con las exigencias o hábitos diarios, optas por los buenos conocidos y rehuyes a los malos por conocer. De ahí que los sociólogos aporten estadísticas alarmantes de un aumento en el número de quienes llevan años sin apenas generar interés por las relaciones, constatando una tendencia generalizada a frustrarse al ver que las esperanzas se desvanecen tras descubrir la realidad del otro. Así nos va.
Hace apenas un rato, en el pasado Siglo XX, los enamorados se enviaban cartas durante años sin conocerse físicamente, ni respirar el mismo aire o ver sus caras, sus cuerpos. Se construían falsos castillos imaginarios en el aire. Pasados los años enviando largas cartas, se veían por vez primera y el mundo podía venírseles abajo. En muchos casos era un desastre irreversible, a la vez que traumático. De ahí pasamos a la actualidad, donde el boom de las redes sociales y aplicaciones cibernéticas ha cambiado nuestros marcos mentales de arriba abajo. Todo es radicalmente distinto, prevalece el modo virtual (no presencial), con tendencia al frío, aunque resulte liberador carecer de preámbulos. Hemos ‘evolucionado’ así hacia la jungla moderna, fecunda en estudios de sociología o manuales de autoayuda, pero cimentada en un metaverso ficticio, irreal, una perdida de tiempo y emociones, por tanto frustrante. Son muchos los que rehuyen hablar abiertamente de estos asuntos, convirtiéndolos, como con el sexo, en algo tabú. Pero es una evidencia que cuanto más avanzas en la edad, más reservado te vuelves, necesitas conocer muy bien a quien entra en tu vida. No sólo por ti, también por quien se haga ilusiones contigo. Hay cuestiones de la personalidad, rasgos del carácter, costumbres o fobias, que no se conocen a priori y después resultan determinantes. Todo precisa su liturgia y mucha sinceridad por ambas partes. También suele ocurrir que no ver a la persona con quien comienzas a emocionarte es duro, sólo te la imaginas, observas su imagen a distancia, escuchas su voz digitalizada, lees sus mensajes multimedia y, tal vez, respondes. Poco a poco vas conociéndola y crees que podría ser quien soñabas, el corazón se vuelve más joven y te aceleras. Pero siempre habrá intriga y angustia a la vez. ¿Habremos vuelto al medievo epistolar? Quizá.
Según el estudio realizado en 2023 por Kaspersky (multinacional de seguridad informática), 2 de cada 10 españoles habrían conocido a su media naranja a través de Internet, y el 40% habrían usado en alguna ocasión aplicaciones como Tinder, Meetic, Bumble, Badoo, OkCupid y un largo etcétera de espacios para citas online. Ese mismo informe señala también que, pese al aumento de seguridad en las mencionadas aplicaciones, se han incrementado notablemente las estafas por estas vías. En muchos casos, hay quienes recurren a redes más comunes o extendidas como Instagram o Facebook, donde se generan expectativas a partir de las fotos que comparten, formándose una idea (ciertas o no) de su personalidad y sensibilidad, van entrando en sus vidas, conociendo sus emociones o distorsionándolas. Para muchos, es emocionante y enriquecedor. Pero siempre generarán incertidumbres. De producirse un encuentro real y no haber química, causan daños colaterales. Nadie discute que formarse sueños virtuales resulta entretenido y emocionante, te envuelve y cautiva, resulta bonito, claro que sí. Pero es fundamental tener encuentros cara a cara, porque los sueños pueden derrumbarse. Es necesario mirarse, observar, explorarse, respirar el aroma ajeno, sentir su palpitar. No siempre es preciso hablar, hay que acariciar con los ojos, notar si hay ‘mariposas’, buenas vibraciones. En fondo y forma, urge estrechar las manos, conocer la forma de vestir, el perfume o fragancia que usen (ya sea Carolina Herrera, Narciso Rodriguez, Calvin Klein, o Varón Dandy), si tienen hijos, perro o gato. La atracción es una complicada mezcla de piezas. Lo suyo es descubrirse poco a poco, como escribiendo cartas entre antiguos enamorados, y ver cómo somos en la realidad.
Aunque en otro contexto muy distinto, abordan esa apasionante temática en el filme de ciencia ficción ‘Lucy’ (2014), donde Morgan Freeman afirma algo muy revelador: “El propósito de la vida, desde el origen de la primera célula, ha sido siempre transmitir lo aprendido” y, para corroborarlo, al final de la película vemos como el actor recibe todo el conocimiento acumulado por la humanidad en un sofisticado lápiz de memoria o ‘pendrive’, que le entrega la protagonista principal, Scarlett Johansson. No haré ‘spoiler, pero dejando atrás la fantasía y volviendo a la realidad, es indiscutible que para entablar comunicaciones e intercambios, deben existir argumentos razonables que lo justifiquen, afinidades o motivaciones comunes. Todo lo que sea forzado, no merece atención alguna. Quien pretenda acercarse a ti imponiendo su mensaje o discurso, puede considerarse como un peligro público, debemos alertar de su nociva actitud para evitar que se expanda. El problema es que, pecando de excesiva educación o empatía, tendemos a consentir masivos e impertinentes abusos de confianza.
Mucho han evolucionado la informática y las comunicaciones desde que apareció en la gran pantalla ‘Tienes un email’, comedia romántica del año 1998 con Meg Ryan y Tom Hanks como protagonistas, en la que se escenifica una idílica relación surgida con el inocente cruce de correos electrónicos entre dos desconocidos. A día de hoy, en pleno Siglo XXI, estamos ya tan saturados de mensajes, que posibles amoríos mitológicos como el de Cupido y Psique acabarían en el correo no deseado…
(*) Jesús Benítez, periodista y escritor, fue editor jefe del Diario Marca y, durante más de una década, siguió todos los grandes premios del Mundial de Motociclismo. A comienzos de los 90, ejerció varios años como jefe de prensa del Circuito de Jerez.
Un teléfono desconoce
tu estado emocional.
Y quien te llama vive
en su rutina o necesidad.
Las redes telefónicas acosan,
son diabólicas e impertinentes.
Y sólo con cultura o desconexión,
combatiremos esta locura colectiva.
© Jesús Benítez
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