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CUANDO se dice que los españoles no castigan en las urnas a los políticos corruptos se dice una verdad a medias. Se olvida, por ejemplo, que en las elecciones generales de 2015 el PP obtuvo menos de ocho millones de votos, mientras que en las de 2011 se había acercado a los once millones. Perdió, pues, casi tres millones durante el periodo en que gobernó con mayoría absoluta.
Ahí pagaron los populares su inacabable sucesión de escándalos de corrupción política. Cierto que la sangría de votos se detuvo en los siete meses de interinidad en los que la peste corrupta no cesó de producir nuevos episodios, pero lo que ocurrió en este tiempo es que el electorado de centroderecha dejó de pasarle factura porque en su ánimo influyeron otros factores: la apelación al voto útil (en perjuicio de Ciudadanos) y el miedo a la alternativa que parecía más viable (en perjuicio de Podemos).
Con todo, hay una larga tradición de convivencia amable o, al menos, comprensiva de los españoles con la corrupción. Dicho de otro modo, de absolución a través del voto de los pecados de fraude, robo, cohecho, tráfico de influencias y otras modalidades de la mangancia. ¿Cuántos alcaldes y concejales imputados han creído ser exonerados de culpa por sus vecinos en las urnas? ¿Cómo es posible que el PP haya subido en las elecciones del 26-J en Madrid o Valencia, dos comunidades enfangadas durante años por administraciones populares?
Mi hipótesis es la siguiente: los españoles, muchos españoles, conviven sin queja con la corrupción de los políticos mientras su gestión sea aceptable y la crisis no les afecte a ellos. Sólo se indignan cuando la situación económica les toca el bolsillo, sus hijos no encuentran trabajo o pierden la beca. Entonces sí, entonces ponen el grito en el cielo y piden cuentas. Mientras a ellos les va bien no les importa mucho que los de arriba se aprovechen de sus cargos. Los escándalos de los primeros gobiernos socialistas (Filesa, guerra sucia contra ETA, Banco de España...) no tuvieron reflejos electorales hasta después de la crisis posterior a los fastos de 1992.
La corrupción está en segundo lugar entre las preocupaciones de los ciudadanos, sí, pero a gran distancia de la primera, que es el paro y la economía. Si ésta se arregla o se encauza, la corrupción se tolera mejor. Con otro matiz: la gente piensa que todos los políticos son corruptos, y si todos son culpables ninguno lo es completamente.
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Gracias, Errejón