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Mis amigos fueron siempre de distinto pelaje, dudosa procedencia y poco fiar; gente respetable en los bajos fondos, regalitos del destino, ese tipo de personas que no ayuda nunca a superar un apuro, pero sí a olvidarte de que lo tienes. La gran mayoría, crápulas, ex presidiarios de la noche y unos perfectos hijos de la gran vida. Un currículum envidiable, digno de un marco. Ahora bien, son mis amigos y los quiero. Los elegí a sabiendas de dónde me estaba metiendo y hasta el momento siguen siendo cómplices insuperables en todas las variantes que puedan existir de carcajadas y abrazos.
Desde muy jovencitos, ellos, con su afilada virtud para ensalzar las cualidades y atributos de los demás, no pudieron más que reparar en que las proporciones de mi honorable testa podrían no ajustarse por exceso a los cánones establecidos por Leonardo da Vinci en el estudio anatómico del Hombre de Vitruvio. Así que, con el único y fraternal objetivo de que yo no fuese ajeno a mi propia realidad, comenzaron a dirigirse a mí con sobrenombres tan sutiles como “cabeza” y “mollera”, amén de profundas reflexiones del tipo “podrías llevar El Corte Inglés sin ordenadores” o “si fueras un cerillo habría que encenderte en la recta de Los Palacios”. Mi simpático y admirado primo Rafael Benítez Toledano, autor de un breve pero incisivo tratado donde también llamaba la atención acerca de las dimensiones del molondro de personajes y jerezanos como Pacheco o Cepero, confirmó la teoría de mis amistades en un artículo en el que me definió como “cráneo privilegiado”.
Tengo que añadir, por otra parte, que cuando hace dos años tuve el enorme privilegio de ser el Rey Baltasar en esta muy noble y muy leal, llegado el momento de tomar medidas para el turbante, los profesionales de Brotons advirtieron también este detalle sin importancia que, según pude comprobar, me proporcionó una entrada fulgurante hasta el número tres de la lista de coronas más celebradas y voluminosas de la historia, solo superado por José Mercé y Pepe Marín, que son muy grandes en todo. Esto me hizo convencerme de que quizá tuvieran algo de razón los de la pandilla cuando hace ya tantos años y ante mi estupefacción comparaban mi tarro con el de un gato macho en edad adulta. Así pues, una vez he tomado conciencia de que si fuese canario la jaula podría ser un quiosco, no quiero dejar pasar la oportunidad de dar las gracias con toda el alma a mis queridos Pedro Alemán, David Puerto, Modesto Barragán, Antonio Moure, Diego Yesa… y tantos otros que me recuerdan que no estoy solo y que, pese a las medidas de nuestro sombrero, son de esa clase de hombres que, ante todo, pueden ir por la vida con la cabeza muy alta.
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