Felipe Ortuno M.

Estado de la cuestión

Desde la espadaña

21 de agosto 2024 - 03:30

ALGO está pasando en Occidente. Los cambios acelerados responden a alguna razón, o a múltiples concatenadas de enrevesada explicación. No me irrita, porque eso ha ocurrido siempre, si bien no con tanta precipitación. Yo, que me dedico, en parte, a las cosas del espíritu, diría que una de las causas podría ser la pérdida de espiritualidad manifiesta. 

Europa se ha divorciado de la religión para campar por los eriales del nihilismo. Lo que tenía de herencia cristiana se ha quedado en los anaqueles de la memoria, y ni siente ni padece tal descristianización. Friedrich Nietzsche, que mató a Dios en su tiempo, le ha cedido el testigo al Viejo Continente. No me preocupa Dios, a quien no le importa mucho el dardo metafísico, sino la referencia extraviada de este hombre europeo que se inclina ante la Coca-Cola y el sofá. Al ciudadano europeo le molesta todo lo que lleve el nombre de cristiano (ni te digo de católico) y hace insospechados malabares eufemísticos para relegar cualquier palabreja que le recuerde la verdad.

El cristianismo que permeabilizó el continente de cultura y civilización está siendo desterrado de la nueva urbe; por supuesto de los centros comerciales; por descontado del Consejo de Bruselas y el Parlamento de Estrasburgo. Sea pues. Como si ello fuera realmente importante. 

El problema está en que, si Dios es expulsado, la única referencia moral será la agenda 2030. Y ahí sí que exijo la vuelta a Dios, o que nos pille confesados. Me estremece pensar en la angustia que me aguarda cuando se implante la religión vegana, el reciclaje absoluto y se reencarne el rey sol en los bosques y praderas de la impersonal cultura del buenísimo global que se avecina. Volvamos pues al paganismo que determine la nueva moral de lo que es justo e injusto, lo bueno y lo malo. Regresemos al antropocentrismo racionalista y que sea el hombre, el superhombre, quien maneje la barca de Remedios Amaya ¡pobre! que, si no recuerdo mal, naufragó en el festival de la Eurovisión aquella. 

De momento, la grandeza humana se ha reencarnado en Ursula Von Der Leyen, que le pone ojitos a nuestro líder. Veremos dónde llega, porque a Macron le ha entrado pelusa y anda queriéndolo abortar todo. Vuelvo al discurso, que parece que me anda un daimon queriéndome apartar del tema. La civilización europea está ‘caput’. No es novedad, puesto que este huevo se incubó antes ¿Recordáis la secularización Ilustrada del XVIII? Se trataba de arrancarle a Dios su divinidad para ejercerla desde abajo. Se querellaron con la trascendencia y le quitaron la razón a la fe. Y aquí estamos, llenos de razón, por supuesto, pero sin fe. Un siglo después, ya sin fe, le dimos credibilidad a los maestros de la sospecha, de tal manera, que cada uno de ellos, desde sus respectivas canchas, jugaron el partido de la conveniencia: Marx, Nietzsche y Freud nos convencieron de que la fe en Dios era alienante, y nos lo tragamos a pie juntillas. Pasamos, eso sí, de una fe a otra. El Evangelio ha sido desterrado, la ley natural postergada y el movimiento LGTBI sentado a la mesa de la Última Cena de los JJ.OO. Ahora parece que la indiferencia anda a su antojo, sin habernos dado cuenta de que es el flanco débil de la muralla por donde entran los que nos quieren conquistar. Y haberlos haylos, como las meigas. 

La Europa actual, con ínfulas de progreso, ha entrado en un túnel ideológico de difícil salida. La que presumía como adalid de la libertad se ha quedado con el vocablo desencarnado, sin humanismo cristiano y con el eclipse de Dios en todas sus leyes constitucionales. Mientras, los pueblos venideros, los inmigrantes necesitados, y seguramente imprescindibles, orgullosos de sí mismos, de su religión ancestral, poco o nada acorde con los derechos humanos conseguidos por el catolicismo, plantan cara a esta sociedad inane que no sabe cómo integrar nada ni a nadie. Hemos perdido las llaves de la casa propia, en tanto extraños cerrajeros de otros continentes se sitúan en ella y ocupan el salón de estar donde antaño descansaban nuestros padres. Los derechos se han comido a las obligaciones y la blandenguería, derivada de la falta de convicción, permite que la violencia se extienda sin remisión posible. 

La gente se moviliza por un partido de fútbol; mientras permanece ausente a los derechos fundamentales que se conculcan. Este es el drama moderno, la sinrazón de la diosa razón que nos vuelve a engañar. Sin asideros trascendentes, sólo nos quedan la leyes arbitrarias de un globalismo ramplón e impersonal, más preocupados de la caquita de los perros que de sus mayores desatendidos y solitarios; más pendientes de los cernícalos que de los bípedos implumes, todavía llamados hombres. Deshumanización, intrascendencia y secularismo se han paseado por los idílicos campos Elíseos de un olimpismo desangelado donde los cromosomas indeterminados se batían en duelo en el ring, donde el feminismo ha logrado su pírrica victoria: dos hombres (sin que ningún sistema científico lo pueda probar, dixit el presidente del COI) en la final femenina que han desbancado a todo el género femenil. 

Mi enhorabuena. Porque cuando se lucha contra natura, ésta se cobra lo suyo. A los hechos me remito. Pero esta es Europa, incapaz de construir sobre lo que existe y empeñada en descubrir la pólvora de su propia deflagración. En fin, sólo es un apunte del estado de la cuestión: cobardía, debilidad y languidez.

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