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Carmen Camacho
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Toda la culpa la tiene el cine. Cuando oigo hablar de un tal Montoya siempre pienso en Íñigo, en La Princesa Prometida, en su aparente y calculada frialdad al pronunciar aquel “tú mataste a mi padre, prepárate a morir”. Estoy seguro de que cada palabra le quemaba en los labios y en las entrañas. Otras veces, si observo a un camarero algo más ausente de lo normal, enseguida me acuerdo del fulano que paseaba su bandeja en El Guateque, dando barzones y tientos, como en un segundo plano, testigo silencioso en mitad del paisaje de un disloque colectivo. A Peter Sellers tendrían que recetarlo en las consultas.
E.T. se estrenó en 1.982, con esas bicicletas que volaban y que fueron la inspiración para un puñado de postillas y moratones de los niños de la época. Nuestras G.A.C no resultaron tan gráciles como las BMX de Elliot y su pandilla. No pudimos nunca dibujar su silueta en el aire una noche de luna llena, pero sí logramos entender hasta dónde alcanza el valor de la amistad (por muy extraño que sea tu amigo). Pocos años después, Los Goonies vino a reforzar aún más esos vínculos con nuestros compinches de la infancia, supimos que juntos seríamos invencibles y, gracias a Willy el Tuerto, nos conjuramos para buscar tesoros. Ahora puedo decir que encontramos los más valiosos y que por el camino también espantamos y llegamos a cazar algunos fantasmas, aunque no ganamos siempre. Tampoco hace falta. En casa, mientras tanto, lo más parecido al ‘Delorian’ que tuvimos fue el 600 de mamá; curiosamente, sigo viajando en el tiempo subido en ese coche. Fuimos creciendo y la caída de ojos de Bronte, el personaje de Andie MacDowell en Matrimonio de conveniencia, me sacó un día del carril. Fernando Tejero en Días de fútbol podría haberlo definido como un “amor pletórico”; eso y lo de Natalia Verbeke en El otro lado de la cama…
Algunas de estas pelis, muchas, las vimos en el Jerezano, el Luz Lealas y el Cine Delicias, donde están construyendo ahora un bloque de pisos. Ya lo tienen casi terminado. Los inquilinos que allí se instalen no deben asustarse si alguna tarde sube por el hueco del ascensor cierto aroma a palomitas recién hechas o el eco de una sinfonía de John Williams. No salgan corriendo si en el rellano de la portería escuchan a Chus Lampreave diciéndole a Fernando Guillén que ella es testigo de Jehová y que no puede mentir nunca. Es una escena de Mujeres al borde de un ataque de nervios que se habrá quedado vagando por el lugar. Toda la culpa es del cine, que nos hizo creer que asomados a esas pantallas podíamos hacer amigos, enamorarnos o subir a la máquina del tiempo. Y, en efecto, era verdad.
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