El mundo de ayer
Rafael Castaño
Pueblo
Descanso dominical
Después del golpetazo el conductor que había estado a punto de mandarme al otro barrio se ofreció a llevarme al hospital. Le dije que no. Antes tenía que avisar a mis padres. Estaba cerca de casa y ciertamente, a pesar del hostión, no me encontraba tan mal. Me dolía más el morro arrugado de mi moto y su rueda delantera, retorcida como un ocho, que el pellizco sordo que empezaba a abrasarme en el costado y los picotazos que salpicaban las palmas de mis manos enrojecidas. Esos cortes, supongo, me los hice al intentar levantarme del asfalto por el reguero de cristalitos machacados que deja normalmente un accidente de tráfico. Mi Vespino negro se quedó al cuidado de los del bar de la esquina, no recuerdo bien como se llamaba; era el que estaba en Diego Fernández Herrera con la plaza de Madre de Dios. Los parroquianos lo habían visto todo, ellos sabían que el semáforo estaba en rojo cuando aceleró el conductor que ahora se ofrecía a llevarme al hospital.
El diagnóstico, fractura costal, no fue tan grave como incómodo. Puñetero, más bien. Respirar molestaba lo suyo, suspirar hacía daño. Reposo y algún analgésico si acaso. Así un mes. La tos y las carcajadas había que evitarlas a toda costa pues me recordarían a calambrazos que mi sexta cotilla izquierda estaba hecha añicos. Cualquier movimiento brusco de la caja torácica se traducía sin remisión en un mordisco rabioso, así que tenía que moverme casi qual piuma al vento, sin sobresaltos, sin expresar emociones de ninguna clase. Estuve un tiempo hablándole a mi familia como cuando un notario recita las cláusulas de la hipoteca. Tal cual.
Sé que era por febrero porque dediqué noches de convalecencia a seguir en la radio el concurso de agrupaciones del Falla. Sé que estábamos en 1.992 porque fue el año de Los Borrachos… Pero ningún médico, maldita sea, me había prevenido sobre las contraindicaciones que tiene escuchar al Selu con una costilla rota, ninguno de los galenos que me vieron la tarde del accidente quiso avisarme de las terribles consecuencias, ni uno solo de aquellos matasanos dejó por escrito que aquella chirigota me dolería tanto. Y entonces empezó a sonar lo de Iba por Canalejas/ por la acera del muelle/ con una risa que me llegaba de oreja a oreja… y fueron varias las veladas en las que uno no pudo sujetarse ni las risas ni las lágrimas, que se revolcaban mano a mano sobre mi almohada desquiciada. No quise apagar el transistor -nunca lo haré-, cada noche me preparaba una emboscada, desobedecía a mi instinto por culpa del Selu. Sólo me quedó encajar los golpes con el gesto torcido, descojonado de dolor, y pensar que esas sufridas borracheras serían lo más cerca que iba a estar nunca del masoquismo.
También te puede interesar
El mundo de ayer
Rafael Castaño
Pueblo
La ciudad y los días
Carlos Colón
Nunca lloró así la Virgen de las Aguas
Quizás
Mikel Lejarza
La juventud está envejeciendo
Reflexiones
New York ilumina el camino