Juan Alfonso Romero
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El filósofo estadounidense Lon L. Fuller (La moral del derecho, 1964) incluye entre los principios morales de éste, la claridad de las normas. Y aunque, más tarde, su colega Herbert L. A. Hurt le negó tal categoría y la redujo a una regla de eficacia, lo cierto es que el derecho a comprender –o a entender– el lenguaje jurídico (incluso considerado “constitucional” por el magistrado Juan Carlos Campo) se ha convertido en una preocupación constante que, al no ser atendida, degrada la calidad de la democracia.
Santiago Muñoz Machado, director de la RAE y jurista ilustre, acaba de reivindicar para todos (Fundamentos del lenguaje claro, 2024) el reconocimiento del derecho a comprender como un derecho subjetivo y exigible. “La justicia, señala Muñoz Machado, ha tenido fama de oscura, el legislador de más oscuro todavía, y los juristas, de esconderse en la oscuridad para engañar”. Fama cree y creo que merecida, aunque aplicable no sólo a los operadores de lo jurídico, sino a cuantos en la sociedad, por mor de sus intereses y con apoyo en lo ininteligible, confunden al consumidor.
De lo que se trata, añade el académico, es de establecer la claridad como una obligación de los poderosos y como un derecho de los receptores de sus mensajes, situado, precisa, a la altura de la libertad de pensamiento y de la libertad de expresión. La aparición de lenguajes inclusivos y políticamente correctos, impuestos por el poder político, constituye el mayor reto con el que ha de enfrentarse el propósito de claridad en nuestro país. Ordenar cómo se tiene que hablar es característico de regímenes intolerantes y autoritarios. Esta neolengua orwelliana favorece, además, otra gran vileza: la de no decir la verdad, escamoteándola en lo enrevesado de las palabras.
Hay, pues, que fomentar la claridad lingüística como asiento de los valores democráticos. En esa idea, me parece insuperable el texto del artículo 148 del Reglamento Notarial: los instrumentos públicos, ordena, deberán redactarse empleando en ellos un estilo claro, puro, preciso, sin frases ni término alguno oscuros ni ambiguos, y observando, como reglas imprescindibles, la verdad en el concepto, la propiedad en el lenguaje y la severidad en la forma. Así deberíamos poder entender todos los actos, escritos u orales, que dictan o aplican las leyes. Con este nuevo derecho a comprender resurgiría, superada la de súbditos, nuestra auténtica condición de ciudadanos.
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