Desacompasados
Cuarto de muestras
Nací en una casa llena de relojes en la que era imposible huir del tiempo, hasta tal punto que allí sigo todavía, enredada en la esfera borrosa e invisible de su memoria. Unos atrasaban, otros se quedaban parados por propia voluntad, otros iban cogiendo carrerilla sin motivo aparente. Ninguno era fiable del todo o, cuando menos, te obligaban a hacer un cálculo mental porque ya se sabía cuál era su distancia con la realidad. Los había con un tictac escandaloso cuyo acompasado ritmo recordaba el giro lento e inexorable de sus manecillas como en una peli de miedo. Los de sonería tenían una suerte de competición en dar cuartos, medias y horas y, nunca llegaron a hacer sus proclamaciones al unísono. Era una casa en la que no existía el orden ni tan siquiera en los relojes que nunca estuvieron cronometrados.
La llave del tiempo y las de todas aquellas máquinas las tenía mi padre que, de forma grave y solemne, daba cuerda uno por uno a todos los rebeldes miembros de su enfermiza colección. A veces les colocaba una pequeña moneda para nivelarlos, acercaba su oído como quien ausculta a un niño y, finalmente, al echarlos a andar, se le oía decir entre dientes: “Que se sufre con los relojes”. Aquella caja de madera o bronce comenzaba a entonar un tímido tictac. Cuando él se ponía malo, los relojes se paraban. Cuando murió, callaron para siempre no se sabe si en señal de respeto o de venganza porque el silencio no suele dar muchas explicaciones.
Tengo el estigma de aquella casa. Una suerte de amor rencoroso por los relojes inútiles que no saben dar el tiempo en condiciones y encima presumen de belleza. Yo no me empeño en que funcionen bien. Prefiero dejarlos parados, reconocer que el tiempo no está ni en nuestras manos ni en sus delicadas manecillas sino en el ventanal desde el que se ve caer la tarde, en la cafetera que llena lentamente la taza, en el libro que agota sus páginas una tarde de domingo.
Quizás por todas estas taras vitales no soporto las campanadas televisadas de año nuevo. No es sólo por su puntualidad repetitiva o por su pinta de haber pasado ya mucho tiempo, aunque se transmitan en directo. Lo que peor llevo es esa estética de vestidos exiguos en una noche helada, ese estilismo viejuno de lentejuelas y esmoquin, esa felicidad forzada. Ese horror que siempre levanta una polémica absurda. El final de año o el comienzo, según se mire, debiera ser algo más silencioso y anárquico, menos dócil. Rebelde como aquellos relojes de mi infancia que nunca marcaron las horas a tiempo.
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