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En España todos tenemos nivel medio/alto de inglés, hablado y escrito. Así reza en el currículum del personal. Eso sí, un jueves cualquiera un escocés te inquiere en la calle Guarnidos “cómo mi llegar a Gonsalez Byass”, y tú resuelves con dos o tres manotazos al aire apuntando en dirección al Alcázar: pallá. Luego haces mutis vaya a ser que al guiri le dé por preguntarte por el misterio del palo cortado. Puestos a elegir me quedo con el método de La Paquera, que con 67 cumplidos se plantó por primera vez en Japón y cuando alguien le hablaba en lengua ajena alzaba los brazos y se escabullía con un “¡¡Viva Tokiooo!!”. No chanelaba pero se hacía entender como ninguna. ‘Por Oriente sale el sol’ se titula el tremendo documental que cuenta aquel viaje mágico de Doña Francisca Méndez.
Lo de aprender inglés es muy importante pero casi nos cuesta un disgusto. Las perfectas relaciones diplomáticas entre Jerez y Londres -sustentadas durante siglos por grandes alianzas comerciales y dinásticas- rozaron su crisis más profunda coincidiendo con la temporada en la que un querido primo mío, un genio cuya identidad guardaré como secreto de confesión, aterrizó por donde el condado de Bristol a ver si se le quedaba algo del idioma. Meterlo en un avión y mandarlo hasta allí fue como devolverles a los hijos de la Gran Bretaña la que nos dieron con Francis Drake en el siglo XVI. De natural jacarandoso y adornado de un espíritu más que propicio para la jarana en cualquiera de sus derivadas, mi primo se coronó, probablemente, como uno de los estudiantes de inglés más despreocupados y mordaces que ha pisado la pérfida Albión. Cuentan que dedicó un porcentaje muy generoso de su formación académica a trabajar el folklore y costumbrismo locales, hasta el punto de que fue el primer sorprendido cuando el College le entregó ceremoniosamente el diploma del First Certificate. Ah, pues vale.
Con su pedazo de título bajo el brazo se volvió para Jerez dejando atrás las olas bravas del Mar del Norte y un puñado de suspiros de alivio en los despachos de la embajada española. Al llegar debió pasarse por Cuadros Franco y se agenció un marco rumboso. Había que lucir el diploma, que quedó convenientemente colgado en un lugar preferente del negocio familiar. Ahí está el tío, toma ya, anda que no. Y allí descansó por semanas, quizás meses, puede que años, hasta que un ejecutivo curioso sentado un día en su despacho se quedó mirando fijamente el susodicho… ¿Y esto?, le soltó sujetándose una carcajada. Mis estudios de inglés en Bristol, repuso él con suficiencia. Ya, ya, pero tú sabes que aquí pone que eres “no apto”, ¿no?. Ignoro cómo salió mi primo del trance, pero no descarto que se escabulliese con un “¡¡Viva Tokio!!”.
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