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EL dolor, en todas sus formas de expresión, es una experiencia traumática y, a la vez, formativa. Nacemos con dolor, aprendemos a caminar a base de golpes dolorosos, y maduramos cometiendo errores que nos provocan más dolor. Otra versión muy distinta del dolor es el que no merecemos, o aquel que provocan otros, o el que es fruto de una catástrofe natural. Pero todas las formas de dolor tienen una característica común: fuerzan a una respuesta eficaz de nuestro cerebro para contrarrestarlo. Es ahí donde descubrimos la grandeza del espíritu que nos mantiene vivos, esa energía extraordinaria que ayuda a superar un trance, que nos revitaliza en estados carenciales o traumáticos.
Ante cualquier dura experiencia de dolor, generamos, por instinto natural, una valoración más adulta y positiva de nuestra existencia y, a partir de ahí, aprovechamos cada momento sin dolor, para evitar que algo que no sea físico nos haga daño. Pero el dolor también propicia momentos de profunda tristeza e impotencia, de drama, como el que estamos sufriendo por el pueblo y la bendita tierra de Valencia, asolada por esta maldita y monstruosa gota fría o DANA descomunal que encoge el corazón, provoca rabia e inmenso dolor. El alma llora sin tregua.
Desde el fatídico martes 29 de octubre, en que el cielo se vino abajo sin clemencia, los valencianos no dejan de implorar ayuda y respuestas. Quieren saber porqué el espantoso fango se ha llevado por delante a centenares de vidas, destruyendo propiedades y enturbiado su destino de forma ilimitada. Reclaman una cadena humana de solidaridad, como la que miles de voluntarios anónimos protagonizan de forma encomiable. A grito desgarrado exigen que los intereses políticos se hundan en el barro y aflore de entre nosotros ese Hércules gigante que simboliza al grandioso Levante español. Aferrémonos a la mitología y, por el bien de Valencia, sintamos el dolor terapéutico si es preciso, para sacar lo mejor de nosotros mismos. ¡Valencia nos necesita!
(*) Jesús Benítez, periodista y escritor, fue editor Jefe del Diario Marca y, durante más de una década, siguió todos los grandes premios del Mundial de Motociclismo. A comienzos de los 90, ejerció varios años como jefe de prensa del Circuito de Jerez.
Aunque las comparaciones son odiosas, pueden resultar socorridas cuando no hay más remedio, como un grito desgarrado. De ahí que para escribir este artículo haya utilizado los mimbres del que realicé el 11 de marzo de 2004, tras los horribles atentados de Madrid, y del que publiqué en agosto de 2017 por similares circunstancias sucedidas en Barcelona. La tragedia, en este caso natural, también es igualmente devastadora, sigue regando la tierra de DOLOR y no es preciso usar nuevos calificativos para definirla.
Suerte que he contado con el estímulo de mi amigo, profesor, ingeniero y webmaster Javier Faus, que ha sido uno más de los miles de voluntarios desplazados a Valencia. Sus palabras son tan grandes como las de Hércules: “Que nadie pueda sacar provecho de esta tragedia, que no haya ganadores por Dios bendito, aquí somos todos culpables. Que sea la humildad nuestra única lección, o esto solo parirá consecuencias turbulentas. Esto es la desolación llenando la pupila, ojalá que no ciegue nuestras mentes…”. Ojalá hasta el cielo te oiga y así sea, querido Javier. Que así sea por el bien del bendito pueblo de Valencia y la Humanidad…
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