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Tribuna Libre
En su última Encíclica, Fratelli tutti, hablando sobre la “cultura del descarte”, escribe el papa Francisco: “Vimos lo que sucedió con las personas mayores en algunos lugares del mundo a causa del coronavirus. No tenían que morir así” (19). ¡Qué doloroso ha sido leer esta frase, pues qué evidente resulta que uno de esos lugares del mundo donde se dejó morir a decenas de miles de personas mayores en el más completo de los abandonos ha sido España!
La cuestión que se suscita ahora es, ¿qué hemos aprendido de esta dolorosa y trágica experiencia? Si volvemos nuestra vista al interés político por parte de la coalición de partidos en el Gobierno para legalizar la eutanasia cuanto antes y con el menor debate social posible, habremos de concluir tristemente que nada. Pero, ¿no sería bueno parar un segundo y reflexionar sobre lo que ha pasado? Entiendo que sí y esto es lo que queremos hacer este fin de semana en el XXII Congreso de Católicos y Vida Pública que, con el título de ‘El momento de defender la Vida’, se va a celebrar los días 14, 15 y 16 en la Universidad San Pablo CEU de Madrid.
En este Congreso no se trata sólo de expresar nuestro rechazo a toda legitimación de una cultura de la muerte, del aborto, el infanticidio o la eutanasia, que por supuesto. Es mucho más. Lo que se pretende es encontrar una sabiduría profunda que nos explique por qué se ha perdido una cultura de la vida y cómo es posible recuperarla. Y aquí la última Encíclica de Francisco antes mencionada es una poderosa fuente de luz. Su tesis de fondo es esta: todo lo que amenaza la vida humana, el origen de su desprecio y desvalorización nace de una cultura y de una sociedad enferma de individualismo. Una sociedad perfectamente definida por el título que David Riesman dio al más famoso de sus ensayos: ‘La muchedumbre solitaria’. Es la disolución de la trama de los vínculos sociales, la atomización de la vida social en individuos aislados, sin raíces ni referencias sagradas la que crea las condiciones de la cultura del descarte, de la posibilidad de prescindir de los más débiles e indefensos de nuestra sociedad: los que no pueden gritar ni defenderse: de los ancianos, de los desahuciados, de los que están por nacer.
¿Qué es la eutanasia sino la desvinculación de la vida del que se halla en una situación difícil de su entorno más próximo, y de la sociedad en su conjunto, que debía velar por él y por su vida? ¿Y no sucede acaso lo mismo con el caso del aborto y la desvinculación previa afectiva y psicológica entre la madre y el niño por nacer?
Y aquí una sociedad se juega su destino. O bien procurar el fortalecimiento de los vínculos que sostienen la trama de la vida, y que hace posible un crecimiento de la persona equilibrado y saludable, o bien favorece una cultura de la desvinculación donde el individuo se halla prisionero de una soledad que le ahoga y le hace incapaz de apostar por la vida con todas sus consecuencias. Ahora toca decidir dónde quiere estar cada uno. Nosotros ya hemos optado: por la defensa de la VIDA. Y a esto estamos todos convocados.
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