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Quizá porque tampoco este verano, otra vez entre cajas y embalajes, vamos a poder disfrutar de la “paz feliz de la playa cantábrica” en la bahía de Santander, que fue para el poeta uno de los centros de su imaginario, recibimos con redoblada gratitud la edición de Manual de espumas preparada por el poeta y crítico Juan Marqués para la Fundación Gerardo Diego, que conmemora de este modo el centenario de su publicación en lo más alto de la oleada renovadora propiciada por los ismos, donde el joven Gerardo desempeñó un papel muy relevante. Tenemos una idea casi funcionarial de Diego, que de hecho ejerció como catedrático de instituto, reducida al cantor del “mudo ciprés en el fervor de Silos” y hacia el final adobada con la maliciosa humorada de Borges –“¿Gerardo o Diego?”– cuando ambos recibieron ex aequo el premio Cervantes, una anécdota divertida, pero intrascendente, que hurta lo fundamental del reencuentro entre dos poetas que habían militado en sus lejanas “mocedades ultraístas”, como recordaba el argentino, en el bando de Quevedo o en el de Góngora, famosamente convertido en estandarte por los poetas del 27. El propio Marqués reunió hace no mucho una antología de la poesía experimental de Diego, Nueva lira te doy, donde podíamos ver que esta veta de su obra, de siempre alternada con tonos más convencionales, se refleja también en libros tardíos, pero el ahora reeditado tiene un encanto inaugural y no sólo en términos de historia de la literatura. Entonces y después, la del cántabro es una vanguardia ingenua o amable, como la califica el editor, no menos rupturista en lo formal pero alejada de los tonos iconoclastas. Fue un transgresor inocente, capaz, dice con gracia Marqués, de conciliar el arte nuevo –“le atraían mucho menos la revolución o el opio que pasear y comer con sus padres los domingos”– con la asistencia a misa. Entre las fotos añadidas a la edición facsimilar aparece la del poeta, muy elegante y espigado, junto a Huidobro, el artífice del creacionismo que tanto influyó en el mismo Diego y en su íntimo Larrea. Hay reproducciones de cubiertas –entre ellas la del precioso pochoir de Robert Delaunay que ilustró el TourEiffel del chileno, recreado en el frontal de la gran antología del Ultra de Juan Manuel Bonet– y otros retratos y fotografías, pero los ojos se nos van a una vista de los jardines de Pereda en 1915 donde ya figura el monumento narrativo, inaugurado cuatro años antes, que nuestro Coullaut Valera dedicó al mundo del escritor montañés, con barcos atracados en el Muelle de Maura y el contorno afantasmado de Peña Cabarga al fondo. Allí si todo va bien veremos empezar el año.
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