Juan / Luis Vega

En el estanque dorado de 'El Altillo'

25 de septiembre 2015 - 01:00

HABÍA visitado 'El Altillo' una sola vez; fui hace unos años para recoger unos vasos de alabastro que la bodega había comprado a Blanca, la última de las hermanas 'altillanas'. Aquellas espectaculares vasijas labradas en esa piedra traslúcida, que median casi dos metros de altura, con su columna del mismo material, eran dos auténticas obras de arte de singular belleza. Estaban esculpidas y decoradas con pámpanos de vides retorcidas, racimos de uvas y escenas del dios Baco, lo cual le venían de maravilla a la bodega, para la decoración de unos de sus comedores más privados y elegantes.

Estaban colocados en la galería de cristales, a modo de invernadero, desde donde las hermanas De la Quintana admiraron, cada día, la clara luz del mediodía y los maravillosos almeces que adornaban el camino primitivo de entrada al recreo y gran parte de sus fantásticos jardines y observaban como las yedras trepaban por sus troncos grises, poco rugosos y como caían sus bayas, las murtas, que eran dulces y deliciosas de probar en los días finales de sus veranos eternos. Y la verdad es que sentí, por una parte admiración, por aquellas mujeres sencillas y sensibles, que habían habitado en aquel paraje paradisíaco y a su vez compasión, cuando ordené retirar aquellas fabulosas esculturas, que pesaban tanto, porque estaban llenas, seguramente, de perfumes y de sueños.

Había leído el estupendo libro de Begoña García González y el de Pura González de la Blanca sobre las 'niñas' de este capricho, en el sentido romántico del término y oído innumerables anécdotas de sus vidas y de sus padecimientos finales, pero nunca imaginé que me emocionara tanto, cuando hace unos días el entrañable abogado y amigo Jesús Rodríguez me invitó, junto al pintor Juan Ángel González de la Calle y a un grupo de amantes de la Naturaleza, miembros del colectivo 'Jerez de los Árboles', a visitar esa casona de campo, sus jardines y a mostrarnos las obras de acondicionamiento, que están llevando a cabo para la transformación de ese idílico lugar en un sitio estrella de la gastronomía y un centro de formación y desarrollo profesional de personas de capacidad limitada.

La casa es una 'joyita'. Construida sobre una sola planta, probablemente por el arquitecto sevillano Juan Talavera y de la Vega, es de corte neomudéjar, excepto la capillita, que es neogótica y que debe ser posterior. Al estilo de las construcciones que se pusieron de moda en la segunda mitad del siglo XIX y los treinta primeros años del XX, su fachada está recubierta, aunque fue posteriormente encalada, por hiladas de ladrillos del color almagra y albero, como el famoso Costurero de la Reina sevillano y el palacio de los Montpensier, de Sanlúcar, que son obras del mismo autor. La cubierta se adorna con teja árabe y se corona con un tramo almenado, a modo de ornamento. Hay ventanales acristalados en cuadros por todos los sitios, seguramente porque fuera construida por el bisabuelo Manuel María, como una residencia de verano, para tomar mucho sol y respirar el aire puro de su bosque ajardinado.

Pero lo verdaderamente valioso de la casa se encontraba en su interior y en la boscosa arboleda que le rodea; en la morada de aquellas singulares señoritas, en el espacio donde aún se respira el aire melancólico que les embargó todas sus vidas, donde se siente su modo de vida romántico y enamoradizo, que les acompañó siempre; se percibe su amor, casi enfermizo, por la naturaleza, por las plantas y por los animales, que les alejaba del tormentoso mundo exterior, lleno de actitudes materialistas, egoísta y sin atisbo alguno de sensibilidad. Un mundo agresivo y vulgar, que no era para ellas.

Contemplar el comedor con su mesa y aparador de caoba traída de Cuba, imaginando a estas damiselas, elegantemente vestidas para su almuerzo en vajillas con bordes dorados de Limoges, con cristalería tallada de Bohemia o diseñada en la Isla de Murano, más de verano, con dibujos de flores en tonos azulados y rojizos; cubertería y jarras para agua de plata maciza y decanters para el vino, solo de Jerez. Ver las macetas vidriadas de Ronda, plantadas con hortensias de pompones azules y brillantes kentias, era como contemplar la película 'El gatopardo', de L. Visconti, con su príncipe de Salinas incluido, su padre, Cristóbal de la Quintana. Penetrar en el cómodo office o en la cocina, pertrechada con un hogar económico de la casa inglesa AGA, y rememorar el trabajo del servicio, camareras de uniforme, largos delantales y curiosas cofias; mayordomos de librea o frac con pajarita blanca, era como estar ante una pantalla siguiendo algún capítulo de la serie Downton Abbey. Una elegancia.

Y más tarde, entrar en el despacho del progenitor, conservado intacto tal como lo dejó, decorado con varias piezas de fotografías románticas de gran valor artístico, grabados y acuarelas con paisajes y escenas de cacerías británicas, incluyendo algunas de la caza del zorro, que no gustarían para nada, como la cabeza de un venado disecado, a ninguna de sus siete hijas conservacionistas. Observar las curiosas cisternas de hierro fundido 'Shanks' en los cuartos de baño, con sus tiradores de cerámica inglesa, o las diferentes chimeneas, de todos los estilos, que pueblan las distintas estancias y los cuartos de cada niña. Entrar en el dormitorio principal con sus dos ventanales inmensos que lo inundan de luz y contemplar desde allí el 'jardineto', con sus setos de bojs recortados y rellenos de granados, abiertos y rojos como los del Generalife y dos grupos de 'cicas revolutas' de incalculable valor, que crecen al abrigo y a la 'recachita' de los vientos del Norte, es una verdadera delicia. Terminar el recorrido en el gran salón principal, anejo a la galería y presidido por un piano de cola; chimenea de mármol trevertino, lámpara y leñera de bronce; biombo de cuero argentino; muebles esquineros exquisitamente tallados; bargueños con ataraceas de marfil y carey; soberbio espejo biselado y cuadro en acuarela de Mercedes González, de su pariente Agreda, es verdaderamente arrebatador. Aquellas jóvenes cantarían al atardecer y antes de cenar dulces arias de Donizetti o de Verdi, que oirían los pájaros encaramados, para dormir, en los arboles que rodeaban esta casa encantada, de sueños imposibles.

Árboles como el 'moral' bicentenario de frutas rojas y negras, que resistió los fuertes vientos del Levante, los rayos y los temporales de muchos inviernos y que renació una y otra vez y que allí sigue vivo, luchando como sus dueñas, por la supervivencia; como los impresionantes cipreses, que pueblan la antigua portada de la finca; las fantasiosas falsas pimientas repletas de racimos de color del coral; los barnices de Japón y el camino de los limoneros, presidido por un curioso ejemplar de bergamota; rugosas papeleras, grupos de palmeras datilíferas y un ejemplar único de azarera gigante, que han sobrevivido al tiempo y a la agresión exterior de la cercana Avenida, llena del ruidos y de humos pestilentes de los coches.

Y el estanque, el estanque que estuvo lleno de gansos y de ocas blancas, donde aquellas 'niñas', que en realidad eran mujeres, pero mujeres maravillosas, sensibles, educadas y generosas, remaban en sus pequeñas barquillas blancas y azules por las tardes, mientras oían el canto de los jilgueros, los verdones y de sus pavos reales en celo, que llenaban su Universo. Un estanque dorado.

Ojalá el bonito proyecto del amigo Jesús y de su Fundación, recupere no solo el espacio y su entorno, sino el recuerdo y la memoria de esas mujeres, que jamas dañaron a nadie y que eran diferentes, sí, pero sencillamente prodigiosas. Se lo merecen.

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