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La aldaba
El mes de junio que ya busca las tablas para echarse definitivamente es quizás el más peligroso del calendario. Sufrimos los primeros días de fuerte calor, estamos ya cansados por el final de curso (no digamos tras un invierno y una primavera con cuatro barrilas electorales), nos toca hacer la declaración de la renta y hay que sufrir las ridículas fotos de las graduaciones de diferentes niveles académicos. Somos un pueblo acomplejado pese a nuestros siglos de historia y nuestra riqueza cultural innegable. Hacemos nuestros los horrores americanos del Halloween como también las ceremonias de las denominadas graduaciones. En España no ha habido nunca más graduado que el escolar que se le concedía a los jóvenes que abandonaban los estudios para trabajar y ayudar al sostenimiento de la economía doméstica. Uno de los muchos excesos de la era que nos ha tocado sufrir está en las graduaciones que se celebran con pretensiones tan pomposas como algo sonrojantes. Estamos en tiempos consumistas en los que se celebra todo, hasta el absurdo. ¿De verdad hay necesidad de tanto ruido con algo que debería ser de lo más natural? ¿No se nos está yendo de las manos tanta celebración académica por la finalización de estudios básicos que hace décadas que dejaron de ser noticia? Nos pasa como con las primeras comuniones. Uno siente cierta vergüenza ajena cuando comprueba la galería de fotos de padres orgullosísimos por la graduación de Secundaria del retoño que no ha tenido otra cosa que hacer que estudiar con todas las comodidades, oiga. ¡Que es su obligación, señores! Lo del uso del gorrito con la borla ya es de nota. Hay tontos del Godello como hay tontos de la graduación. En España, por fortuna, no es noticia que un chaval acabe ni la Primaria, ni la Secundaria, ni el Bachillerato ni la carrera universitaria. No estamos en los años treinta ni cuarenta. Estamos dando una importancia excesiva, superflua y ridícula a hechos que son de lo más normales. Allá cada cual con sus ilusiones, siempre respetables, pero en el fondo aprovechamos la mínima para el fiestuqui, lo convertimos todo en una boda, en una oportunidad para retransmitir felicidad y éxito más o menos impostado y dar carácter festivo a lo que casi no debería romper ni la rutina. El buenista dirá que no se hace daño a nadie. Claro que no, hacer lo que se dice hacer, hacemos el ridículo. Sufrimos una inflación de graduaciones que insistimos en que nunca se denominaron así, pero se trata de imitar a los Estados Unidos, que no tienen ni media hora en comparación con nuestra tradición académica. Todos estamos acomplejados, somos blandos, un punto absurdos y vamos con el criterio perdido. Es junio, el peor mes.
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