El balcón
Ignacio Martínez
Motos, se pica
TIENE QUE LLOVER
CADA época tiene sus signos, sus señales inequívocas que la identifican. Los de esta ciudad, en estos momentos, son los de la mentira y la decadencia.
El anunciado cierre de la fábrica de botellas es el colofón de un proceso por el que el sostén esencial de la economía de Jerez en los últimos dos siglos, el vino, ha pasado definitivamente a mejor vida. Y ello, fruto del cambio de gustos del mercado, de la internacionalización de la economía y de un capitalismo salvaje al que solo interesan los beneficios rápidos y cuantiosos. La pérdida de esta fábrica, emblema de Jerez, pone también de manifiesto el lado más oscuro del ser humano, el único ser de toda la creación capaz de hacer el mal deliberadamente. No importan los puestos de trabajo que se eliminen, tampoco las familias condenadas o el hundimiento moral que ello represente para toda una ciudad. Lo esencial para este tipo de propietarios son sus intereses, sus exclusivos beneficios.
Y en medio de esta vorágine de salvajismo premeditado, lo que más duele es el engaño al que han sido sometidos nuestros gobernantes, candorosas criaturas, que han caído, como insectos bobalicones, en la tela de araña tejida por la multinacional. El mal de la política no es la ingenuidad o la incapacidad de prever lo que unos truhanes puedan alevosamente planificar. No. El mal de quienes nos gobiernan radica en el uso interesado que hacen, desde el balcón del poder, de la palabra, como si el lenguaje fuera el único medio de transformación de la realidad. Cuando Vicasa presenta el proyecto para la recalificación de sus terrenos, nuestros munícipes anuncian a bombo y platillo que las bases del futuro de Jerez están en marcha. Lo ocurrido ahora demuestra, además de que han sido tratados como inocentes crédulos, que las palabras no transforman la realidad, y sí, como estamos viendo en estos días, que se utilizan para perpetuarse en el poder y para blindarse contra el pánico de una brutal realidad que, tarde o temprano, termina siempre destruyendo a quienes olvidan que la política, ante todo, es un servicio público.
Por eso ahora no sirven las justificaciones, no valen nuevas y diferentes palabras. El problema de escupir hacia arriba es que la ley de la gravedad existe, y antes o después la masa viscosa cae y sepulta, como una losa pesada, a quienes mienten. Y la mentira inhabilita al político porque anula el orden moral, el verdadero criterio en el que se ha de cimentar la gestión pública. Y como ciudadano uno se siente doblemente traicionado: primero por los bribones que antes se lo llevaban calentito y ahora huyen egoístamente, y segundo por nuestros gobernantes, rehenes de sus propios desmanes lingüísticos.
Entretanto, en el reducto de la catedral sonaban hace unos días las campanas y revoloteaban las palomas para celebrar el nacimiento del nuevo mosto. Cuando éste madure, y esté convertido en vino, habrá que embotellarlo en botellas baratas traídas de fuera o en modernos y repugnantes envases de tetrabrik. Lo dicho, tiempos de decadencia y de mentiras.
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