El balcón
Ignacio Martínez
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Paisaje urbano
La portada del periódico del domingo movía cuanto menos a la reflexión. Una gran fotografía de impacto central sobre la tragedia de Valencia, en la que se ven varios coches despanzurrados en medio de un amasijo de hierros y escombros dentro de un enorme socavón, contrastaba con el titular que la remataba por abajo a modo de faldón: “La Estrella desborda la ciudad en su regreso a Triana”. Son dos ciudades distintas y ciertamente distantes, no sólo en kilómetros (Sevilla es bastante más atlántica que mediterránea), pero chocaba la alegría de tanta primavera adelantada de aquí con la triste desolación de allá.
Ahora que estamos en vísperas de un congreso internacional sobre religiosidad popular, quizá convendría repensar la orientación que desde un tiempo a esta parte la expansión exponencial de estas manifestaciones populares de fervor (la fe se presume), cada vez más globales e interclasistas (lejos ya las burguesas procesiones de rogativas del nacional-catolicismo) que se repiten cada semana, sin apenas filtros o criterios que justifiquen su autorización. Y hacerlo no desde una perspectiva meramente capillita o cofradiera, sino como los cristianos que nos consideramos todos, abordando con rigor cuál es la función de estas procesiones que nuestra Iglesia particular avala sin parar, y cuáles deben ser los límites para este proceso continuo de inculturación de la religión con el pueblo llano (que no otra cosa es la piedad popular), con especial atención al tratamiento de las imágenes sagradas y toda la (excesiva) parafernalia con la que se les rodea.
En este sentido, la proliferación de estas manifestaciones populares de religiosidad, solicitadas con mucho tiempo de antelación y preparadas a conciencia, elevando lo extraordinario hasta a su mismo recorrido (que nadie, ni hermandad, ni asilo ni colegio se quede sin ver a mi cofradía…) tienen el riesgo de la descontextualización, de tal manera que al final nadie sabe bien el por qué ni el para qué de tanta celebración. Y no es la hermandad, como algunos señalan, la principal responsable de que haya habido precisamente en Sevilla, y no en Valencia, fuegos y cohetes la pasada noche del sábado. Somos todos, como comunidad de creyentes, los que nos hemos dejado llevar una vez más por la senda más cómoda de nuestra particular idiosincrasia sin pararnos a pensar que, quizás, la simple lectura del Evangelio aconsejaba probablemente otra cosa.
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