19 de agosto 2024 - 03:04

En las sociedades abiertas, el individuo puede expresar libremente sus convicciones ideológicas y confesarse liberal, socialdemócrata, conservador, socialista, comunista o lo que ustedes quieran. Algo común atraviesa al sujeto que manifiesta su parecer: se considerará demócrata -por encima de todo- aunque la esencia de su adscripción política en ocasiones tenga poco que ver con la democracia. Uno de los peores males que acechan a las democracias es el sentimentalismo, esa afección emotiva bobalicona que genera una legión de ofendidos por cualquier causa que se tercie. Lo llaman wokismo. No hay manera de luchar contra él, su argumento es precario pero su fuerza poderosa porque no atiende a razones, solo a afectos manipulables. Muchas de las actitudes de nuestros representantes y las estrategias de sus formaciones políticas priman a la emoción por encima de la razón, se empeñan en transitar por el atajo de generar adeptos en vez de convencidos y como si del flautista de Hamelin se tratara, llevan tras de sí a su tribu -con fidelidad perruna-, a prueba de cualquier cambio intempestivo de opinión. Esto lo vemos hoy con demasiada frecuencia. No puedo entender por ejemplo a aquellos socialistas de bien que se muestran impasibles al ver que sus líderes cambian dramáticamente y con desparpajo de opinión por motivos espurios de poder defendiendo exactamente lo contrario de lo que defendían antes de ayer, tomado además al respetable por tontos al intentar vender las bondades de su nueva posición. Esta fidelidad al Partido que es irracional, perruna, inexplicable, sólo puede entenderse desde un emotivismo idiota- dicho sin ánimo de ofender- o desde un odio visceral al adversario político. Tensionar, polarizar, enfrentar personas es algo muy distinto a confrontar y defender con pasión ideas, más nos vale aprenderlo.

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