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El 26 de septiembre de 1939 fue incinerado Freud en el crematorio de Golders Green, al norte de Londres. Herr Sigmund había muerto tres días antes, pero no es hasta ese momento cuando el cuerpo exhausto de psiconalista adquiere su última forma sobre la tierra. Desde entonces, las cenizas de Freud reposan en una crátera de campana griega del siglo IV a. C. que le había regalado la princesa María Bonaparte (Freud amaba la antigüedad, pero sentía terror por las momias, como no dejará de señalar su malicioso antagonista Jung), y que se encuentra en el propio crematorio de Golders Green, en el Freud Corner, junto a las cenizas del resto de su familia. Ese día 26 alguien leerá en alemán unas palabras de homenaje al amigo y al científico. La guerra había comenzado a primeros de mes. Ese alguien se llamaba Stefan Zweig, otro judío, como herr Sigmund, huido del continente.
En Tiempo y mundo se recogen estas “Palabras pronunciadas junto al ataúd de Sigmund Freud”, que Zweig lee y recita en su lengua vernácula. No deja de ser emocionante esta elección, como oscuro y radical anudamiento entre ambos hombres eminentes. Tampoco dejará de ser oportuno el depósito de sus cenizas en una urna griega. El talento de Freud, su extraordinaria técnica de “arqueología” psíquica, la había extraído del crítico de arte y político italiano Giovanni Morelli, quien firmaba sus especulaciones artísticas como Ivan Lermolieff. Freud actuaría, pues, como un arqueólogo en busca de una verdad traumática, donde espejea un hilván escondido de nuestra naturaleza. Ahí dirá Zweig que “donde quiera y siempre que intentemos penetrar en el laberinto del corazón humano, su luz espiritual seguirá alumbrándonos el camino”. Luego añade algo sobre su tenacidad y la audacia de sus exploraciones. Antes ha señalado, no obstante, algo de importancia suma que convierte a Freud en una figura mayúscula del XX; “hasta aquellos que jamás oyeron pronunciar su nombre, le son deudores sin advertirlo y están sujetos a su voluntad”.
En tal sentido, Freud fue el acuñador de un nuevo idioma, donde los impulsos y voliciones del individuo mostraban una radical ambigüedad y una violencia originaria. En cierto modo, esas mismas fuerzas primordiales, errantes por la superficie del siglo, serán las que arrojen a la orilla del Támesis la fatigada humanidad de ambos: Freud, como enunciador de un onirismo aciago; Zweig, como cauteloso recaudador de un mundo muerto. En aquella hora del XX, el sueño como vieja ensoñación pueril, como fantasía volátil, ya no era concebible.
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