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La tribuna
COMO tantas personas de mi generación, yo me siento en esta frontera. Nunca seré una "nativa digital", como mi hijo o mis alumnos/as: no tengo su desconcertante intuición para manejar cualquier aparato nuevo ni estoy al día de YouTube ni de las últimas aplicaciones para el móvil. Soy una "inmigrante digital" como tantos, que me comunico con Whatsapp pero cuidando las normas de ortografía.
Y hay muchas cosas de este mundo digital que me sobrecogen. Cuando compruebo que mi hijo de siete años y sus primos no soportan ese ratito de aburrimiento que siempre fue previo a los mejores juegos que inventamos de niños y corren hacia cualquier pantalla (de la televisión, del ordenador, del teléfono…) a las que parecen adictos. Cuando observo que los chicos por la calle no ven a nadie ni a nada, siempre pendientes del móvil. Cuando compruebo en el instituto una mañana más que los comentarios hirientes en el Twitter o en el Ask de la noche anterior nos han enturbiado el clima de clase, porque ya vienen peleados de casa.
Me asusta también que con unos refugios virtuales tan a la mano no aprendan a enfrentarse a las dificultades y se aíslen en el videojuego que les pueda anestesiar el corazón, como los jóvenes otaku japoneses. Y me preocupa que desde las pantallas les transmitan una visión del mundo que no es la que yo comparto, pero con un atractivo con el que me cuesta competir.
Además, la realidad virtual no es atractiva sólo para ellos, sino para los padres, porque mientras se aferran a su maquinita nuestras criaturas son encantadoras, pero cuando se la quitamos interrumpen, se ensucian, desordenan… son niños, vamos. Y los adolescentes mientras chatean o se conectan al videojuego se quedan en casa, a salvo del temido botellón. ¡Qué difícil arrancarlos de ese limbo que asegura la armonía familiar! Pero yo no puedo resignarme a que nos perdamos tanto los unos de los otros. Por eso, como tantos padres que vivimos entre dos mundos, he decidido que no voy a adoptar una actitud pasiva ante las máquinas, pero tampoco voy a dedicarme a criticarlas, porque no puedo parar el futuro. Así que he establecido un compromiso de frontera.
Y el primer paso para mí es conocer los parajes virtuales en los que se mueven, pedirles que me cuenten sus reglas, las novedades… Nuestro papel como adultos es acompañarlos en su camino y no podemos hacerlo a ciegas. Aunque reconozco que es difícil seguir su ritmo, así que en el instituto recurrimos una vez al año a nuestro experto particular en redes sociales, José Manuel @OlajoCursos, para debatir con los alumnos de primer curso la diferencia entre un amigo real y uno de Tuenti, los riesgos del ciberacoso y de la divulgación de fotografías, y para orientar a los padres sobre cuándo usar el "control parental" del ordenador. Luego los profesores les enseñan a discriminar una fuente fiable en internet, y vamos usando los blogs y las pizarras digitales para acercar su mundo y el nuestro. A nuestros jóvenes del siglo XXI tenemos que prepararlos para el mundo que les viene, no podemos dejarlos inermes ante él.
También podemos proporcionarles las experiencias del mundo real que no deben perderse: las relaciones cara a cara, los abrazos, la belleza del paisaje, las historias, los juegos de toda la vida, los deportes, la música. Y podemos usar unidos la tecnología, en vez de utilizarla para el aislamiento: hacernos preguntas y buscar juntos las respuestas en la web, aprendernos canciones de Youtube, usar el ordenador para motivarles a leer y escribir…
Además, debemos fijar límites de tiempo dedicados a las pantallas, si queremos espacio para todo lo demás. Por eso, para el móvil con internet y las redes sociales, intentemos que esperen a los catorce años. Los videojuegos para el fin de semana y en vacaciones sólo un rato. Igual que la televisión, que aunque emita veinticuatro horas diarias de dibujos animados tiene que ocuparles un tiempo razonable (mi opción: reservarla para la hora de la siesta). Y al anochecer, todos los aparatos fuera del cuarto, porque conozco alumnos adictos a las películas para mayores de medianoche o que siguen respondiendo mensajes de madrugada y se duermen en el pupitre. Cuando tienen que estudiar o hacer tarea, también fuera, para que el pitido de los mensajes no les impida concentrarse.
Eso sí, este compromiso también me obliga a mí misma: a poner en silencio mis grupos de Whatsapp cuando paso tiempo con mi hijo, a no situar el blog o Facebook por encima del parque y de la playa.
Para poder vivir realmente juntos en esta frontera, no en mundos paralelos.
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Gracias, Errejón