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Opinión
Lo tenía todo para haberse convertido en una gran estrella de lo jondo. Y lo fue, de una oscura manera. El flamenco, arte romántico al cabo, se alimenta también de malditismo, altar en el que sacrifica, a veces, a sus hijos mejores. Juan Moneo tenía los mimbres de los mejores: un compás prodigioso, un timbre denso, pleno de colores mates, y visceralidad en la expresión. Entrega. Y, sobre todo, un poderoso, irresistible, carisma escénico. El Torta era un héroe. En Jerez. En toda la geografía jonda. Un héroe oscuro. Juan Moneo introducía en su arte, además de sus placeres, sus dolores. Sus letras glosaban con toda naturalidad sus adicciones. Un héroe herido. Un Baudelaire o Lou Reed flamenco con el que todos nos identificamos porque, ¿quién no guarda un niño herido en su corazón?
Una vida de entrega flamenca. El Torta puso el cuerpo, el alma, en su arte. Un paisaje desolado, en los últimos tiempos. Su vida era su cante y en su cante estaba todo: el placer del compás dionisiaco, el dolor de la existencia. En los últimos años sus recitales fueron cada vez más oscuros, indescifrables, dolorosos. Pero tuvo momentos de lucidez tan extraordinarios que nostálgicos y nuevas generaciones de aficionados lo evocaremos juntos al verlo en los primeros compases de 'Flamenco' (1995), la obra maestra de Carlos Saura. O en 'Colores morenos' (1994), sin duda su mejor y más emotivo disco, de los pocos que llegó a grabar. Registrado junto a su inseparable Moraíto, luz y guía, fallecido también tempranamente. Luis el de la Pica, Moraíto, El Torta … todos se fueron antes de lo que esperábamos. Representan lo mejor de una generación de intérpretes jerezanos tan genial como dolorida. Y, lamentablemente, diezmada.
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