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El mundo de ayer
En Wimbledon, con el paso de los días, el roce constante de las zapatillas de los tenistas y los recogepelotas y los jueces de línea desgasta la hierba hasta formar unos patrones simétricos y arenosos sobre el césped. En las rondas finales la pista se confunde con un test de Rorschach o la lámina de un TAC. El tiempo y la gente se graba, como si el pasado y el futuro fueran visibles, como si los caminos de ayer no se hubieran ido y los de mañana fueran inevitables.
Todo esto es así porque le damos ese sentido a la materia. La hierba gastada no tiene por qué decirnos nada. Mi profesor de filosofía nos pidió que imagináramos una hoja recién caída del árbol, meciéndose con el viento hasta posarse en la tierra. Nos hizo preguntarnos si esa hoja elegía su camino. Las preguntas más inservibles en apariencia son las más interesantes, las más importantes. Claro que no, decíamos. La hoja cae donde la lleva el viento. La hoja no tiene conciencia, no sabe a dónde va, ni siquiera va a ningún sitio como lo hacemos nosotros, que sí sabemos dónde vamos y elegimos siempre y siempre estamos donde queremos estar. Teníamos dieciséis, diecisiete años.
Esas preguntas, formuladas en el momento adecuado, hacen que el pensamiento se desborde como un río sin riberas. Cuando uno siente curiosidad por todo, se abren los oídos abiertos, se despiertan los sentidos despiertos, y entonces sabemos que dormían.
Una gota de agua cae por la mampara de la ducha. Parece pararse en el cristal, quizás advierte que la miro. Retoma su marcha en silencio, lentamente. La ventana está abierta, oigo a un padre hablar con su hijo, unos pisos más abajo. A veces la gota da un gran paso, ha encontrado algo que buscaba desde hace tiempo y estalla de alegría. De pronto se detiene. Quizás está jugando conmigo. Pronto anochecerá. Los ladrillos del patio de luces se encienden como brasas. Los vencejos suben y bajan enloquecidos por el aire, como en un cuenco inmenso y vacío, lleno de calor y de ruido. El resto del cristal observa enmudecido el viaje de la gota. A pocos centímetros del borde de goma, se arroja al vacío y desaparece. Aquí acaba su aventura.
Resulta absurdo preguntarse si esta gota ha vivido, si ha experimentado estos segundos como yo lo he contado aquí, si el padre y el hijo, los ladrillos, los vencejos, cualquier cosa o cualquiera participan de nuestra vida. Resulta también absurdo preguntarse si estas frágiles voluntades que un día nacieron dentro de nosotros deciden algo. Si nosotros somos nosotros, o no somos más que hierba desgastada, hojas guiadas por un viento invisible.
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Gracias, Errejón