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HABLADURÍAS
LA película fue dirigida por Billy Wilder. Se titula El gran carnaval y cuenta un esperpento: el que se monta a las afueras de una mina de la que intentan rescatar a un obrero, atrapado allí por un derrumbe. El despliegue de medios de comunicación para contarlo en directo arrastra tal circo al lugar de los hechos que, mientras el minero espera agonizando a que lo liberen, en el exterior se van congregando miles de curiosos, atraídos en parte por la noticia, pero sobre todo atraídos por la feria que se ha organizado en torno a la noticia. El rescate se convierte en un sarao y a los equipos de salvamento se suman los políticos que quieren salir en la foto, los puestos de venta ambulante, las tómbolas y las carpas con música en vivo. Hasta una noria montan en los alrededores. Ni que decir tiene, la fiesta acaba en cuanto estira la pata el minero.
Algo por el estilo temen que ocurra los familiares de Federico García Lorca ahora que les va a tocar desenterrar los restos del poeta. ¿Y no es para temer que se monte un circo, tal como está el patio? En un país donde la gente ha dejado de chismorrear sobre la vida de los vecinos -porque, para chismorreos, ya hay de sobra con los que aparecen en la prensa- airear la muerte de Lorca no va a quedarse en recordar el hecho histórico o la biografía del escritor. Para eso no hace falta exhumar cadáveres. Airear la muerte de Lorca va a acarrear que se hable de la Guerra Civil con el mismo rigor con el que se cuestiona si las tetas de Penélope Cruz son auténticas o llevan refuerzo de silicona. Sacar los huesos del escritor a debate público, en un momento en el que tantos programas confunden la intimidad con la carnaza, va a hacer que el autor de Yerma sea objeto de griterío en esas tertulias televisadas donde lo mismo se discute sobre la posible paternidad del hijo secreto de fulana, que estuvo casada con el hermano de un torero del montón, que se habla acerca de asuntos capitales para la Historia de España, como la operación de cirugía estética a la que se ha sometido la princesa.
Y como especular es gratis (mucho más ahora que Lorca no puede salir a desmentir rumores), vendrán con la historia de si sus huesos no yacen junto a los otros fusilados en una fosa común, sino que fueron entregados en secreto a la familia. Eso si no dicen que Lorca en realidad no fue asesinado, sino que huyó del país disfrazado, que se instaló en París y estuvo, haciéndose pasar por bailarina, trabajando en un cabaret de Pigalle, que mantuvo su afición escribiendo novelas del oeste bajo seudónimo, hasta que en 1968 se lo llevó por delante un taxista tunecino.
Yo por eso prefiero la incineración. La necrofilia tiene demasiados seguidores, así que nunca faltará gente dispuesta a desenterrar cadáveres, como si esto fuera La noche de los muertos vivientes. Pero esa es otra historia y además no la contó Billy Wilder.
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