Juan Alfonso Romero
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El término, lúcido hallazgo del artista sevillano Antonio García Villarán, reúne en su significado a todos los estafadores de ese arte “provocativo” que, aun no siendo yo un especialista, me parece una gigantesca tomadura de pelo. Las vanguardias que desistieron de la búsqueda de lo hermoso como propósito (lo que dudosamente admite llamar arte a sus resultados), además de maestros indiscutibles (Picasso, Kandinsky), permitieron la aparición de supuestos creadores sin talento, asaltantes, ayer y hoy, de la ignorancia de los esnobistas. Las bases del conceptualismo (el arte no ha de encajarse en los parámetros de la belleza; el cambio de soporte permite prescindir del bastidor o del mármol, ya que lo que importa es la idea; la fugacidad que amplía el mérito; el hecho de que pase a ser esencial el rol del espectador, que se convierte en actor principal de la creación artística), principios que no objeto, abren la puerta, sin embargo, a una legión de descarados que trafican con el presunto valor intangible del sentimiento.
La cosa viene de antiguo. Citaré algunos ejemplos. Ya en 1920, Marcel Duchamp inauguró el arte invisible al realizar una obra que consistía en una ampolla de vidrio, como reza su título (Paris air), con aire de la capital francesa. En 2020, el italiano Salvatore Garau vendió una escultura invisible (Io sono) por 15.000 euros. La mierda de artista de Manzoni (1961), las latas de cerveza de Lavet (1988), el urinario del propio Duchamp (Fuente, 1917), la banana que, en 2019, Cattelan colgara en una pared con una cinta adhesiva, ilustran la chifladura de un mercado más circense que estético. Dos genialidades agotan mi elección: My bed de Tracey Emin que, en 2014, por tres millones doscientos mil euros colocó eso, su propia cama, con sábanas revueltas y sucias, condones usados, tampones y manchas de orina; y, en el ámbito de la música, 4’33’’, de John Cage (1952), consistente en mantener silencio durante exactamente ese tiempo.
Podría seguir con numerosísimas excentricidades, acaso nacidas de la rentable inventiva de los pícaros. A mí, quizá inculto, me resulta increíble que se paguen auténticas fortunas por este “hamparte”. Sigo creyendo que el arte verdadero es aquel que regocija los sentidos, el que nos emociona, y no las excentricidades que dicen apreciar los galeristas. Será un gran negocio, sí. Pero, para gloria de los verdaderos inmortales, sólo y vanamente esto.
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