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Contaba en la intimidad Miguel Primo de Rivera que al rey Juan Carlos le aterrorizaba la perspectiva de que la plebeya Letizia Ortiz llegara a ser reina de España. Cuando supo que la relación con Felipe de Borbón iba en serio, el rey confesaba sus peores augurios al ex alcalde franquista de Jerez: “Este hijo mío se va a cargar la monarquía”.
Pronóstico radicalmente fallido. Veinte años más tarde Juan Carlos tiene que vivir entre los ricos árabes del petróleo, abdicante como jefe del Estado por su mala cabeza y sus vicios privados, la monarquía española es mucho más fuerte que cuando él renunció... y no ha sido escasa la influencia que en esa consolidación ha tenido aquella Letizia plebeya que enamoró a un príncipe destinado a reinar en el siglo XXI. Si alguien puso en peligro la institución fue el emérito de tan mal agüero.
Felipe de Borbón, acompañado por Letizia Ortiz, ha renovado la institución monárquica en todos los sentidos. Con firmeza, sentido común y consciencia de que solamente así garantizaba su continuidad. La puso a la altura de los tiempos. La transparencia de sus actuaciones y sus cuentas le granjeó muchas simpatías entre la gente corriente, esa que valora antes que nada que la cúspide del poder sea empática, eficaz y barata (piensen en el contraste con el rey de Inglaterra, que ingresa 60 millones de euros al año por el alquiler de hospitales, colegios, prisiones e instalaciones militares de su propiedad).
Más coste emocional y personal le ha supuesto al rey Felipe otra de sus necesarias rupturas con el pasado: la traumática decisión de desvincularse de los desmanes de su padre –al fin y al cabo, el estadista que trajo la democracia a España en complicidad con un grupo de políticos patriotas– y la de encoger la Familia Real distinguiéndola de la Familia del Rey para apartar todo rastro de corrupción y borboneo. No había fórmula mejor para salvar en este siglo una institución en sí misma irracional –la monarquía hereditaria– que legitimarla desde la ejemplaridad, la cercanía y la utilidad. Tres virtudes que han vivido alguna forma de apoteosis a cuenta de la dana valenciana. Ahí se han doctorado los reyes actuales.
Con todo, hay que considerar que la grandeza de una persona se puede medir teniendo en cuenta la talla de sus enemigos. Tras el discurso de Nochebuena de Felipe de Borbón se ha comprobado que sus enemigos son irrelevantes en cantidad y calidad. Hay rey para rato. Lo comentamos mañana.
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