Quizás
Mikel Lejarza
Toulouse
Cuarto de muestras
Va buscando una el cuento de Navidad incluso cuando no es Navidad. Buscando el prodigio, la hazaña, el hechizo de la vida, el extraño encantamiento que vuelve grande a una persona y la hace reaccionar de un modo imprevisible, desmesurado y generoso. La épica de la existencia. Será porque me acostumbraron a la exageración desde pequeña. Me enseñaron a mirar con gafas de aumento sin miopía. Todo un poco distorsionado, deforme, sobrenatural y maravilloso, pero sin fantasías ni ingenuidades. Ahuyentaron toda indiferencia. Disimularon mi inalterable fragilidad con deslumbramientos. Mientras aprendía a disimular tanto desmadre por dentro crecía la epopeya.
Me lanzaron a un mundo del que tenía una imagen quijotesca. Sí, estaba el mundo colmado de tragicómicas aventuras, de desaforados gigantes, de desengaños y vivencias que nunca eran tan fascinantes como en los libros, tan emocionantes como en una película, tan vibrantes como en una canción, tan verdad como en una pintura, tan misteriosos e intuidos como en un poema. Me hirieron los ojos para siempre, para que no pudiera ver la verdad de las cosas ni su engañosa realidad, sino su espejo hecho por el hombre con la mano de Dios. Así, llegó el día en que no era capaz de mirar sin ver un cuadro, sin escuchar una canción, sin recordar un libro, sin evocar un personaje, sin quedarme en un poema, en un verso, en una palabra, en una emoción. Y aún llegó otro día en que no podía dejar de mirar como miraría tal o cual autor y, ya no pensaba en la obra en concreto, sino en el propio creador, en sus fragilidades y abismos que le habían llevado a concebir algo tan grandioso. Y así logré abrir los ojos, dejar de mirarme y de curiosear y comencé a encontrarlo todo. A esa herida invisible de la mirada que nunca cicatriza del todo, unos la llaman cultura, otros, arte, otros, cultivo. Otros, engaño. Otros, verdad.
Este año la herida milagrosa me ha enseñado la generosidad de los que menos tienen. Me ha desbordado la emoción al ver a la juventud entregarse en Valencia. A esa juventud que condenamos a la desilusión y a la intemperie, a la que criticamos, a la que no somos capaces de darle las condiciones para poder trabajar, vivir y ser libres. De repente ante mis ojos se abrió “El Jardín de las delicias” de El Bosco. Dejé de ver sólo el infierno de la destrucción y volví a encontrar el origen y sentido del hombre, su generosidad. La gallardía de quienes no sólo saben disfrutar de falsos paraísos, sino que también saben y quieren salvar a los demás. Salvarse.
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