Jerez Íntimo
Marco Antonio Velo
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El mundo de ayer
Nos esforzamos inútilmente en cubrir con el silencio nuestros secretos, nuestros fantasmas. Pero todo queda, y el tiempo, con su mano impávida, destapa cualquier torpe rebozo. Pienso esto cuando leo que el Rey emérito tiene -o no- otra hija más. No me sorprende que al Rey le salgan hijos bastardos. Brotan como lo hacen los hierbajos en los campos yermos o los malos pensamientos en las mentes atormentadas. Es más de lo mismo. Cae quien tiene una altura desde la que caer.
¿Qué es ya el Rey para los españoles? No más que un símbolo, una cáscara que rellenar con otras carnes y otros nombres. Pero décadas atrás, cuando el país despertaba de su siesta, era algo más. Mis padres hablan de la Transición con el fervor de los creyentes, y del Rey como el garante de ese orden imposible milagrosamente impuesto a un país infestado de caínes. Bastaba su nombre para reconocerlo: sólo había un Juan Carlos, y todos eran juancarlistas, y en cierto modo lo eran también los que no lo eran. Y al mismo tiempo, y en un tiempo distinto, hoy Juan Carlos es para muchos sin tanta vida o sin tanta memoria, además de un nombre como cualquier otro, un corrupto y un prófugo. Y todo es verdad.
Lo que hace interesante a un personaje es su ambigüedad, su evolución, su rostro escurridizo. Y el Rey es un personaje complejo no sólo porque su vida se inscribe en la historia, sino también porque lo hace en la memoria sentimental de España: con él nació y murió el sueño de un país mejor. Todos los nacidos en democracia, y especialmente los que lo hicimos cercano ya el final de siglo, fuimos abrevados con la santa verdad del progreso: tus padres vivieron mejor que sus padres, y tú vivirás mejor que los tuyos. Había un extremo convencimiento en las bondades del esfuerzo y el mérito, en la infalibilidad de la ley y la democracia. Y el final todos lo conocemos: ya hemos advertido del poder del tiempo para desnudar nuestras palabras e imponer su orden.
El auge y caída de Juan Carlos, y con él de la España de nuestros padres, me recuerda las palabras de Foscarini sobre Luis XIV, quien evitaba las reuniones populares porque "no detesta París, sino al populacho de París". Yo no detesto aquella idea de España que alentó a mis padres, sino a la España ebria de sus glorias pasadas, al país seco y avejentado, hundido en la especulación y la deuda, que ha olvidado a sus jóvenes porque, tal vez, como buena hija de Juan Carlos, no quiera rendir cuentas de su pasado.
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