El hijo del maestro Navarro

La ciudad y los días

17 de agosto 2024 - 03:05

No le importaba al respetado y querido Manuel Navarro Palacios que, como hacen los árabes y los hebreos con los prefijos ibn y ben, para mí fuera el hijo del maestro Navarro. Al contrario: agradecía siempre el recuerdo admirado al gran músico que fue su padre. Su pregón, pronunciado el 5 de abril de 1987 en el teatro Álvarez Quintero, tan desnudo de gratuitos adornos como lleno de auténtica devoción sevillana y profundidad cristiana no beata –uno de los pocos que me llegó al corazón– empezaba con un elogio a la música y a los músicos: “Quien pregona quiere que sus palabras iniciales sirvan de reconocimiento a cuantos crean sentimientos a través de la música (…) haciendo realidad con su arte lo que Sancho dijo a la Duquesa: donde hay música no puede haber cosa mala”. Para, inmediatamente, evocar a su padre: “El Pregonero, para este viaje al espíritu que es el Pregón, invoca a su Cristo, al igual que durante generaciones lo han hecho los sevillanos en la calle San Esteban; y como el trujamán del Retablo de maese Pedro, que el mundo escuchó por vez primera en Sevilla, una mañana como esta de 1923, a un puñado de jóvenes artistas agrupados por Manuel de Falla, entre los que estaban los dieciséis años del padre de quien os habla, desde su recuerdo, agita una invisible campanilla, llama la atención de todos y proclama a los cuatro vientos del espacio: ¡Vengan, vengan a ver vuesas mercedes, / la Semana Santa de Sevilla, / que es una de las cosas más de ver / que hay en el mundo!”.

Sirviéndose del anuncio del trujamán que abre El Retablo de maese Pedro, que su padre, jovencísimo pianista y clavecinista de la Orquesta Bética de Cámara, estrenó bajo la dirección de Falla y del maestro Torres en el salón Llorens el 23 de marzo de 1923, Manuel Navarro Palacios puso el elogio de la música y el recuerdo de aquel momento de gloria de la vida de su padre en el inicio de su magnífico, hondo y sentido Pregón. Como si se presentara ante Sevilla diciendo: “soy el hijo del maestro Navarro”.

Muchas cosas importantes fue en su vida profesional y cofrade este hombre, en el buen sentido de la palabra, bueno. De los mejores y más nobles que he conocido. Pero siempre tuvo a gala, con la modestia que le era propia, ser hijo de quien era. Qué abrazo se habrán dado cuando, como dijo en el final de su Pregón, se cumplió “la promesa de entrar algún día por la ojiva triunfal de los cielos”.

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