Historias de Philadelphia

Cambio de sentido

25 de junio 2024 - 05:01

En el lugar donde desayuno cada mañana desde que he llegado a Ammán, una gran pantalla emite en bucle, con una suave melodía en voz de mujer que repite “habibi, habibi…”, imágenes de paisajes nevados: modernos trenes que serpentean entre copos, autopistas con coches de alta gama que transitan por parajes alpinos. Es lo más parecido al paraíso, supongo, para quienes saben de sed –que se apacigua como se va pudiendo en camiones y depósitos sobre los tejados– y de desiertos. Aquí, en la nada sin árbol, en lo más agreste y polvoriento, brotó una espiritualidad que me trae loca. Pero lo más alto y lo más bajo traen su baile, ya luchan la paloma y el leopardo. Lo pagano convive con los monoteísmos hasta que alguien, en algún momento de la historia, se cosca y pixela con pececitos ichthys los mosaicos, si no directamente arranca cualquier figura con forma humana o animal. En Mádaba contemplo el mapa, del año 718, de las ciudades de la Tierra Santa. Localizo Philadelphia, y me digo eso de “Usted está aquí”. Y me detengo en Gaza. Por aquel entonces seguía en pie.

De las conclusiones (pocas) que saco de viaje, una de ellas tiene hechura de ley: el turismo es lo primero en esfumarse de los aledaños de un conflicto. Sirva de aviso. Como es la primera vez que mi oficio me trae a esta tierra, me parece de lo más normal campar por Umm Ar-Rasas a solas y que un zorillo se me cruce, dándome un susto de muerte, en el camino. Mis acompañantes, que llevan lustros viviendo aquí, me aclaran que, hasta el 7 de octubre y su carnicería, y el subsiguiente Talión del setenta veces siete que ha impuesto la espada de Israel, todo esto eran eternas colas de turistas. Como al Túnez al que llegué después de la Revolución de los Jazmines, el polvo cubre no solo los suvenires, también a las gentes que se ganaban su pan ácimo en la retahíla de “Bienvenido, ¿tú, español?, ¿dónde?, ¿Barcelona?”.

Dos postales más: subiendo la costanilla de un pueblo, un hombre se acerca y nos habla en su algarabía. Lo primero y lo último que pienso es que nos quiere embaucar. Sencillamente nos ofrecía a probar unos pasteles que acababa de hornear. Extendió la caja para que cogiésemos los que gustáramos, y entró a su casa tan contento. Y dos: por una carretera precaria, un niño cabrerillo beduino nos saluda llevándose la mano al pecho. Al fondo, diviso el poblado de tiendas en la plena nada donde vive. Habrá quien lo mire pensado “pobre niño”. Habrá quien lo mire y por fin se calle un ratito.

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